La canción del olvido
Es muy probable que la primigenia relación entre el hombre y la música haya sido el canto. Digo más: el primario vínculo con la vocalidad que, más tarde, se hará palabra. Aún hoy subsisten tribus que se comunican por silbidos. ¿Canta la naturaleza? El zorzal hace perfectas cadencias como si entendiera de tonalidad. El canario trina con un aliento y una limpieza de semitonos que ya se quisiera más de una soprano de coloratura. Pero no vayamos tan lejos. La lejanía es oscura y propende al lirismo fácil. Volvamos a la inmediata prosa.
La canción tuvo una dignidad que puede confundirse, verosímilmente, con la tarea más social – más seria, si se prefiere – de la música. La canción fue canto ritual, canto de trabajo, nana para criar niños – es decir: futuros adultos –, marchar a la guerra, celebrar bodas con jocundos epitalamios, despedir a los muertos en su viaje al otro lado del tiempo, acaso lo eterno. La elemental poesía de la humanidad, la epopeya, se cantaba y, por eso, en tiempos se decía “canción de gesta”. Un solo caso: el Cantar de Mio Cid.
¿Por qué hemos degradado la canción en fechas más modernas? ¿Por qué la expulsamos de su trono imperial y le hemos puesto una fregona entre las manos? “Una canción de gesta se ha perdido/ en sórdidas noticias policiales”, se lamenta mi paisano Borges evocando la bravía milonga, desplazada por el tango y su tesoro pringado de crímenes pasionales. Los franceses, cuando se ponen finos, prefieren llamar mélodie a la canción suscrita por un nombre mayor, como si cualquier canto careciera de melodía. Un chansonnier podrá interpretar las coplillas de Vincent Scotto pero no las sublimes páginas de Fauré o Debussy. En Italia, el verbo canzonare significa tomar el pelo, bromear, cachondearse.
Menos mal que los españoles y los alemanes seguimos denominando canción a cualquier texto poemático destinado al canto. Entonces: son canciones las de Falla como las de Quintero-León-Quiroga, las de Schubert en la sala de conciertos y las de Micha Spoliansky en el cabaret. A veces, cuando tenemos un antepasado pobretón, lo disimulamos en plan cursi (España) o tilingo (Río de la Plata). Ortega ha escrito una sabrosa página sobre esta pareja semántica. Es cuando nos olvidamos que ese ancestro, de nombre borrado por los siglos, se jugó la vida en más de una batalla y que, gracias a su heroico anonimato, tenemos canciones de gesta.