Juntas pero no revueltas
La oralidad parece estar, por junto, en el origen de la música y de la palabra. Ciertamente, cuando hablamos de origen hablamos de mito, así que ajústate el cinturón. Al emitir vocalmente los términos de alguna lengua, aún hoy, tras siglos de escritura y de melografía, escandimos y modulamos como si estuviéramos – muy someramente, desde luego – cantando. Por algo voz puede ser sinónimo de palabra.
Las derivas han disociado a las hermanas primigenias. El lenguaje verbal tiene siempre inevitables referencias externas. En cambio, el signo musical se refiere soberbiamente a sí mismo. La palabra nunca acaba de significar lo que dice. La música, siempre. Aquélla es traducible; ésta, no. Etcétera.
No obstante, la nostalgia es mutua. La ópera, la canción, el oratorio, hasta la oración del canto gregoriano, el cultísimo aparato barroco o la sencillez del romance de ciego, el teatro o las leguas itinerantes del cómico andante, acercan a las alejadas mellizas. Podemos juzgar que, en el canto operístico, por ejemplo, la música somete a la palabra. Buenos quebraderos de cabeza produjo el hecho en don Ricardón Wagner. Pero, al contrario, en el poema sinfónico, el verbo pretende someter a la mera (¿mera?) sonoridad musical.
Quien dice nostalgia, dice mito. ¿Hubo algún tiempo en que los seres humanos nos entendíamos con meros melismas o silbidos? ¿Compartimos alguna perdida vez la lengua de los dioses o del único Dios? ¿Qué tal si, en lugar de hablar o escribir la respuesta, la cantamos?