Juicios doctrinales
Con cierta frecuencia suenan a exabrutos las opiniones de músicos ilustres respecto a colegas no menos ilustres. Hugo Wolf despreció durante bastante tiempo las obras de Brahms porque eran música “pura”, sin asidero programático o literario, según la propuesta wagnerista. Stravinski consideró a Beethoven pobre en lo melódico y puso como ejemplo de lo contrario a Bellini. Se puede entender doctrinalmente que a Wolf le pareciera defectuosa una música inexplicable en términos literarios. En cuanto a Stravinski, su juicio responde a su época neoclásica y a su reivindicación de la melodía, después de haber pasado por las especulaciones armónicas de la escuela francesa y los ritmos superpuestos de sus propias obras iniciales. No entendió, o no quiso entender, que Beethoven a veces juega a la falta de inspiración y la convierte en una forma antimelódica. Por otra parte, al belcantismo belliniano le resulta esencial la fluidez melódica, en tanto no a la música beethoveniana.
En ambos ejemplos se ve que lo doctrinario ha ganado el completo espacio de lo estético. Desde una doctrina, toda otra doctrina es inválida o falsa. Bien, pero quien escucha desde su peculiar dogma ¿escucha de verdad o se oye a sí mismo, defendiéndose de la alteridad?
Uno de los requisitos irrenunciables de la escucha musical es la aceptación del código que maneja el compositor. De lo contrario nos quedamos sordamente fuera de la obra. Es inútil pedir a una opereta de Lehár la gravedad de una Pasión de Bach o exigir a Bach que se ocupe de las viudas alegres. Tampoco el Bach de los corales es el de las suites de danzas. Ni a Brahms que haga bailar a los cisnes blancos y negros, ni a Stravinski que redacte una sinfonía pastoral ni a Wolf que se dedique a componer sonatas para clarinete y piano. Cada cual, en lo suyo, tiene su código de factura y su código de recepción. Si para el oyente no coinciden, está perdido. Perdido en su ensimismada y sorda soledad.