Igor Levit, un ‘storyteller’
Para el pianista Igor Levit (Gorki/Nizhni Nóvgorod, 34 años), los conciertos con orquesta son siempre más agotadores que los recitales en solitario. “En un concierto tengo tal vez cuarenta minutos, quizá sólo veinte. Me siento ahí y no puedo hacer nada, estoy totalmente a merced de la energía de la orquesta”. Por el contrario, en los recitales, “tengo dos horas sobre el escenario y esas dos horas son mías. Puedo arruinarlas, pero son mías”. Esta curiosa paradoja, que Levit confiesa en Hauskonzert, su diario personal de la temporada 2019/20, que ha publicado en colaboración con el periodista Florian Zinnecker (Carl Hanser Verlag, 2021), tan sólo se comprende viéndole tocar en directo.
Anoche, en el Palau de la música catalana, Levit tocó la integral de los 24 preludios y fugas, op. 87, de Dmitri Shostakóvich, y terminó con la mayor parte del público en pié ovacionando su hazaña. Un maratón de tres horas, con quince minutos de pausa, plagado de bravura y finezas, pero donde la tensión y la intensidad no decayeron en ningún momento. El pianista alemán de origen ruso sabe muy bien cómo mantener la atención del público. Y ejerce sobre el escenario como una especie de moderno Scheherazade que enlaza sin fin una narración con la siguiente. Cada preludio dialoga con su fuga, pero también con el resto de números del ciclo, aunque sin perder un ápice de su independencia. Esa capacidad innata para enfatizar presentación, destreza y comunicación, recuerda lo que Stan Godlovitch definió, en su ya clásica monografía Musical Performance: A Philosophical Study (Routledge, 1998), como el mejor modelo para una interpretación musical: la práctica de los storytellers o cuentacuentos.
El propio Levit alude a ello también en otro pasaje de Hauskonzert: “Veo todo y percibo todo durante un recital, estoy conmigo y con los demás al mismo tiempo, detecto el ambiente, el estado de ánimo en la sala. Y si me doy cuenta de que estoy perdiendo la atención del público, entonces trato de recuperarla. Aumento la intensidad. Juego con el ritmo, con el tempo. Soy bastante bueno en eso. Nunca tengo un plan y me oriento a partir de lo que percibo en el auditorio”.
El pianista demostró esas palabras desde el principio de su recital. Ya en el primer preludio, en do mayor, tuvo que sobreponerse al discreto sonido de un móvil y al pitido de una alarma. Pero se aferró a esa zarabanda coral de Shostakóvich con una exquisita atención a la calidad del sonido, que prosiguió, en la fuga diatónica, con un fluido manejo de la dinámica. El segundo preludio, en la menor, discurrió como una tocata, pero su fuga, llena de modulaciones, fue un relato incisivo y sardónico.
El primer momento verdaderamente impresionante del recital de Levit llegó en el tercer preludio, en sol mayor. El pianista se puso en pie para convertir las arcaicas octavas iniciales en un sonido casi orquestal para oponerlo al subsiguiente “parlando” en el registro agudo, y abordar, a continuación, la fuga a un tempo frenético que subraya su mezcla de ligereza e ironía. El contraste con el íntimo preludio núm. 4, en mi menor, no pudo ser más extremo. Levit siempre respeta la invariable indicación attacca, al final de cada preludio, y eso le permitió siempre enlazar con cada fuga, en este caso una de las más complejas del ciclo, con dos temas que se superponen en la sección final en un crescendo imponente en sus manos. El quinto preludio, en re mayor, fue un relato infantil lleno de frescura y su fuga sonó a fiesta popular. Pero en el sexto, en si menor, la historia se tornó dramática con ese comienzo que recuerda el arranque de las sinfonías Quinta y Octava, y su extensa fuga con dos motivos que dialogan de forma obsesiva.
El espíritu de Bach, que inspiró este ciclo, tras la presencia de Shostakóvich en Leipzig, en 1950, como tribunal en un concurso conmemorativo del bicentenario de su muerte, irrumpió en el séptimo preludio, en la mayor. Levit lo tocó con una exquisita fluidez y consiguió relacionarlo idealmente con su fuga. La pianista Tatiana Nikoláyeva, que ganó ese concurso bachiano de 1950, y fue elegida por Shostakóvich para estrenar este ciclo, publicó un extenso artículo didáctico, en 1966, sobre esta colección. Se dirigía a los estudiantes de piano y clasificaba los preludios y fugas en función de su dificultad. Tan sólo señaló siete entre los más complicados, siendo el primero el núm. 8, en fa sostenido menor. Curiosamente, fue el número menos logrado en manos de Levit, que no consiguió elevar esa especie de gavota burlesca del preludio, ni tampoco construir el relato de ansiedad que planea en su extensa fuga.
Mucho mejor discurrió el preludio noveno, en mi mayor, con ese diálogo de registros extremos de aire popular. Y el espíritu de Bach volvió a sobrevolar la sala en la fuga que sigue, la única a dos voces de todo el ciclo, que Levit tocó con una asombrosa mezcla de frenesí y ligereza. Pero en el preludio núm. 10, en do sostenido menor, el pianista dio muestra de cierto cansancio, con alguna nota enganchada en ese acelerado juego responsorial entre las dos manos. La fuga tampoco mejoró y fue un relato bastante monótono. No obstante, llegó el preludio núm. 11, en si mayor, otro de los “más complejos” según Nikoláyeva, y Levit dio vida al duende saltarín que se esconde en sus pentagramas. La fuga fue uno de los mejores momentos de la noche: un festival alucinante de síncopas, acentos y articulaciones pleno de energía y dinamismo. Levit volvió al registro orquestal para exponer la pasacalle del preludio núm. 12, en sol sostenido menor, y abordó con tanta determinación la fuga que no le importó emborronar un poco el tema; lo hizo en aras de conseguir un tono implacable que, a continuación, diluyó mágicamente en la coda
Tras quince minutos de necesario descanso, Levit volvió a comparecer con la edición naranja de Sikorski en sus manos, como en la primera parte, y acompañado de una persona para el paso de las páginas. La sala, que había estado prácticamente llena de público con mascarilla obligatoria durante la primera parte, exhibió algunas deserciones. Pero todos volvimos al relato del pianista que se abrió con una lectura del preludio núm. 13, en fa sostenido mayor, que subrayó el aura de arabesco. Y siguió con su fuga, que es la única del ciclo a cinco voces y otra de las partes más comprometidas de la obra para Nikoláyeva, donde escuchamos un austero edificio.
Levit volvió a subrayar lo dramático en el preludio núm. 14, en mi bemol menor, con el trémolo de la mano izquierda, la cantilación que parece evocar a Músorgski de la derecha y esa bruma de campanas hacia donde camina. Y en la fuga, que es un contraste por su fluidez y continuidad, el pianista inoculó algo de la épica del preludio. Eso mismo, aunque con mayor acierto, lo escuchamos en el núm. 15, en re bemol mayor, otro de los “difíciles” para Nikoláyeva. No hay quizá un preludio más distante de su fuga, pero Levit, al igual que hace en su reciente y exitosa grabación para Sony, encontró sones del vals grotesco del preludio dentro de la machacona fuga atonal que le sigue. Y asistimos a otro de los mejores momentos de su recital.
Con el preludio núm. 16, en si bemol menor, regresamos a ese espíritu barroco que inspiró este ciclo: unas variaciones corales seguidas por una fuga de tema largo y adornado. Levit lo expuso con legato exquisito en pianísimo que tuvo que competir con el aviso de mensaje de un móvil. Pero el pianista esbozó una sonrisa y siguió adelante desentrañando cada voz de esta larguísima fuga en una dinámica diferente. El preludio núm. 17, en la bemol mayor, con su obstinación y su fuga en cinco tiempos, funcionó como transición al misterioso y melancólico fa menor, del núm. 18, cuya fuga escuchamos con asombrosa claridad. El núm. 19, en mi bemol mayor, fue otro guante que encajó idealmente con la mano del pianista. No sólo resaltó la oposición de los dos temas del preludio, un coral majestuoso y una respuesta irónica en staccato, de proporciones sinfónicas, sino que encontró un tono mordaz en la fuga, con ese discurso lleno de inflexiones cromáticas.
Antes de la recta final con los últimos cuatro preludios y fugas, Levit se tomó unos segundos de pausa. Y logró crear el ambiente austero que precisa el inicio del núm. 20, en do menor, pero también escuchamos la subsiguiente respuesta vocal como si fuera algo improvisado, que se diluye en el silencio hasta que emerge su austera y melancólica fuga. El contraste con la frenética tocata del preludio núm. 21, en si bemol mayor, fue bastante teatral, y en la fuga Levit volvió a atornillar la música de Shostakovich con una tremenda dureza. Pero el magistral legato del pianista, que exhibe un admirable manejo de todos los recursos dinámicos del instrumento, volvió a sorprender, en el preludio núm. 22, en sol menor, dando entidad a esa sucesión de pares de notas, al igual que en la subsiguiente fuga austera y cantable.
En la segunda parte no hubo el menor signo de cansancio desde el teclado. Levit es un plusmarquista que no necesita reservar fuerzas para la monumental fuga final. Antes escuchamos el preludio núm. 23, en fa mayor, que le sonó más elegante que solemne y esa elegancia también impregnó la fuga. Y llegó la última piedra de la torre: el preludio núm. 24, en re menor, que se encuentra también en la selecta lista de Nikoláyeva. Aquí sí que escuchamos una solemnidad y majestuosidad casi eclesiásticas como rito de paso para la estación final. Una admirable construcción musical en manos de Levit. El compositor parte de la reexposición, en pianísimo, de un motivo del preludio, que ahora funciona como primer tema de la fuga de aire austero y emotivo. Pero Shostakóvich añade un segundo tema de un misterioso lirismo que crece y crece, mezclado con el tema anterior, y nos encamina hacia un clímax de proporciones siderales, y en fortississimo (fff), pero que llega justo con el final de la obra. Fue otro de los momentos más intensos de la noche, tras casi tres horas de recital.
(Fotos Antoni Bofill & Pablo L. Rodríguez)