Harnoncourt es responsable de que aprendiéramos a oír.
Érase una vez un músico que sabía que lo que oíamos como Barroco temprano, Barroco tardío, Clásico y Preclásico estaba contaminado. Corrompido, como le oí en cierta ocasión a Brüggen. “Reina una gran corrupción”, llegó a decirme Brüggen, allá en Santillana del Mar, a principios de los ochenta. Harnoncourt y su grupo más sus socios sabían que había que encontrar los nuevos sonidos que correspondían a aquella sensibilidad, aquellos instrumentos, aquellos locales, aquel público. Éramos otros, claro, cuando se precipitaba hacia el final el siglo XX, pero eso no justifica que nos den gato por liebre, que nos den Brahms por Bach. Harnoncourt y su grupo, Concentus Music Wien, hicieron conciertos y llamaron la atención. Grabaron un par de discos para Archiv, cuyo responsable no creyó en el proyecto. Harnoncourt se fue con la música a otra parte, y Telefunken le brindó la oportunidad, y de paso tuvo buenas ganancias. Nadie responsabilizó al responsable del otro sello por el negocio que les había hecho perder. No importa, en los últimos tiempos hemos visto cómo tribunales más garantistas que dignos, más atentos a la letra que al espíritu del código, sentenciaban que había que indemnizar a despedidos (pobres) de alta responsabilidad que habían arruinado empresas. Lo de aquel caballero era una tontería en comparación.
Harnoncourt nos enseñó a oír, en efecto, y además escribió y explicó. Por ahí tengo un par de libros suyos en que dice cosas tan interesantes que será preciso volver a sus páginas. Además, como adelantábamos, se unió a “los holandeses” (los Kuijken, Brüggen, Leonhardt) para ampliar el conocimiento de Juan Sebastián y otros muchos compositores, de manera que se creó una corriente de descubrimientos que hubiera sido increíble poco antes en lo que se refiere a periodos de los siglos XVII, y de manera especial del XVIII. Hace mucho tiempo llamé a Harnoncourt “buscador de tesoros”. Mucho tiempo. Disculpen ustedes, tanto a mí como a los que se empeñaron en repetir lo de buscador y lo de tesoros. Pero lo cierto es que, buscando sonidos como tesoros, Harnoncourt encontró tesoros escondidos y el repertorio barroco y clásico se amplió enormemente gracias a él y a sus colegas y amigos holandeses. A los que se fueron uniendo muchos más, y muy pronto.
Si algún joven lee esto –quién sabe, seamos optimistas- le diré: no puede usted hacerse una idea de quién era Haendel hace tres décadas en comparación con quién es ahora. No sólo cómo sonaba, sino quién era. ¿Y Vivaldi? Anda: resulta que tenía cerca de cien óperas. De la iniciativa de Harnoncourt procede todo eso. Y creo que no exagero.
Leonhard y Harnoncourt grabaron la totalidad de las cantatas de Juan Sebastián, con un criterio por completo opuesto al que había cultivado Archiv, con sus voces de divos insuperables (frente a los cantantes especialistas, pero no divos; y las voces infantiles introducidas por nuestros dos amigos). Más tarde, Harnoncourt amplió su repertorio. Era inevitable que todo ese talento llegara a Mozart y nos dijera: Mozart no es como ustedes creen. Pero llegó a Beethoven, y ahí indujo heridas que todavía supuran.
La década de los ochenta fue el ápice de Harnoncourt. Los noventa fueron su consagración como director del gran repertorio. Era emocionante ver dirigir a Harnoncourt en la Gran Sala vienesa su concierto de año nuevo. Lo habíamos visto tan serio, con su cello y su gesto imperativo ante el conjunto (aunque es verdad de Ponelle le coloca en alguna que otra situación divertida en los tres Monteverdi de Zúrich), que no dábamos crédito a su humor vienés. ¿Y por qué no dábamos crédito, si su Concentus musicus era de Viena, y no de otro sitio?
Pero lo más importante fue aquello: oír de otro modo. Esto es: un nivel de conciencia sonoro diferente, de tal manera que hoy nos resulta al menos incómodo escuchar los registros de… de quienes ustedes están pensando.
Mientras, tenemos el legado inmenso de su fonografía. De nuevo habrá que decir, susurrar siquiera:
LAVS DEO