Gould ante Beethoven
Es sabido que las últimas tres sonatas para piano de Beethoven, las opus 109, 110 y 111 (ésta con un supuesto acorde demoníaco) son un desafío tanto para los pianistas como para los musicólogos. Música experimental de ayer, de hoy y, mucho me temo con alegría, de mañana, estas partituras inclasificables constituyen un doble ejercicio de búsqueda de la forma y disgregación de la forma. El malévolo Stravinski diría que todo proviene de que Beethoven no tenía el estro melódico de Bellini pero la cosa no es tan sencilla. ¿Tuvo Stravinski el estro melódico de su maestro Rimski-Korsakov sin, por eso, dejar de ser Stravinski? Deformar para reconformar es cosa de genios, de fundadores de géneros y esto fue y sigue siendo el Gran Ludovico.
Para los intérpretes, el interrogante es muy amplio y por lo mismo, difícil y productivo. Aquí la ojetividad de un Arrau o un Brendel resultan escasas de dinámica. Se puede perseguir la conformación, como hace Pollini, que toma el rompecabezas y rebusca las convergencias en el despiece recibido, suavizando los contrastes. Es latino y quiere cantar, consiguiéndolo con su proverbial finura sensible a la vez que intelectual.
Pero Glenn Gould, que se considera genial como Beethoven mismo, tira hacia el otro extremo. Y como es genial de verdad, lo consigue. Su rompecabezas está dispèrso en el suelo y el lo deja tal como lo recibió. Es un delta donde no se salta de isla en isla sino que se sigue el curso de los canales que, justamente, relacionan las islas pero seperándolas. Es tal la señorial insolencia de Gould que parece ser él quien improvisa y busca, de modo que cada audición que se propuesta al escuchante parece siempre inédita, inicial, imprevisible. La empresa de Beethoven toca su máxima altura porque parte de su más dolida profundidad. El rapto es desgarro y arranca un grito de victoria.