Goethe y la diva
En noviembre de 1808 se estaba ensayando en el teatro de la corte de Weimar una ópera de Ferdinand Paër. El tenor contratado era Otto Morhardt, quien se excusó de concurrir a las pruebas exhibiendo un certificado médico que probaba una severa afonía. La soprano principal, la prima donna, se llamaba Karoline Jagemann y, aparte de su profesionalidad, cultura letrada y buena presencia, vivía como concubina del Gran Duque local, Augusto de Weimar-Coburgo, a quien dio un hijo correctamente bastardo. Cabe recordar que, según se ve, la corte weimariana tenía manga ancha y se permitía numerosas alegrías. Por ejemplo: el Gran Duque frecuentaba cacerías, tenidas masónicas y funciones de teatro pero jamás concurrió a un solo oficio religioso.
La Jagemann se enfureció contra el director del teatro, al que consideraba un desordenado diletante, incapaz de una buena gestión y responsable, en definitiva, de la afonía del tenor, al cual el Gran Duque, instigado por la buena señora, metió preso y desterró de su señorío sin pagarle ni un bocadillo.
El director del teatro era uno de los grandes intelectuales europeos. Se llamaba y se llamará para siempre Johann Wolfgang Goethe. Como es natural, dada su privanza con el jefazo, pidió ser relevado de su cargo, tan de agradecer y desear, porque le resultaba infernal (sic) desempeñarlo. El Gran Duque lo confirmó y es de suponer que hubo tranquilizado a la indignada diva, que tan mal había dirigido sus proyectiles.
La cosa no pasa de anécdota y comidilla para biógrafos pero prueba, una vez más, el poder que, entre bambalinas y cábalas, ha debido enfrentar el arte. Prueba, además, que la mujer, tradicionalmente relegada a la vida privada, cuando quería alcanzar notoriedad pública, debía correr los riesgos de profesiones con sospechosa fama, más aún si, como en el caso de la Jagemann, conocía la intimidad de su señor.
Recomiendo un par de lecturas a quien llegue hasta estos renglones: la biografía de Goethe escrita por Rüdiger Safranski que acaba de editar Tusquets, La vida como obra de arte, y Simplemente divas de Fernando Fraga (Fórcola, Madrid) donde se traza una cumplida historia de la profesión doblemente riesgosa de las cantantes de óperas: ser humanas a la vez que divinas.