Follies, despedida musical
Se han escrito muchas funciones en las que la situación era que se va a cerrar y destruir un teatro. Uno ha visto variantes en escena y ha leído variaciones en texto escrito, a menudo como piezas cuyos autores se postulaban para un premio. Stephen Sondheim y James Goldman supieron salir del tópico en su día, cuando estrenaron Follies en 1971. La han estrenado ahora en el Teatro Español unos cuantos comediantes espléndidos, que en ocasiones son cantantes de muy buen nivel, con un conjunto que se llama Manuel Gas (todo un homenaje merecido al magnífico músico desaparecido) y dirección escénica sabia y ágil y divertida de Mario Gas. La dirección del conjunto es de Pep Pladellorens.
Se trata de una superproducción, por decirlo en términos cinematográficos. El Teatro Español se queda pequeño para esta revista, comedia musical que evoca por su título las Ziegfeld Follies en las que brillaron las Ziegfeld girls, que tuvieron su equivalente tardío en nuestro país con las “chicas que trajo Colsada para aliviarles el mal humor”. Y disculpen si hay desacuerdo en el paralelo. En los Ziegfeld Follies brillaron el compositor George Gershwin, el diseñador Erté (vemos al menos un telón suyo en esta función), o artistas del show business como Eddie Cantor o Josephine Baker.
El esquema es conocido, habitual: obertura, planteamiento (se va a cerrar el teatro, Mr. Weissmann invita a estrellas de tiempo atrás: algunas de aquellas chicas, a diversas edades, acuden a esta fiesta), conflictos personales (los matrimonios Stone y Plummer, unos fracasos que sirven para salpimentar la pieza con regresos al pasado), canciones numerosas, no siempre relacionadas con la acción, y en las que cada actriz o cantante de antaño y de todas las edades puede permitirse su propio número ante sus colegas. Hasta llegar a la culminación o apoteosis de números reservados a cada estrella, que es donde el imaginario de Broadway y el cine musical antiguo se desbordan. Es parodia, no en el sentido antiguo de aprovechar lo ya existente, sino en el de bromear con un código o esquema previo. La parodia no es aquí burla ni escarnio, es más bien un racimo de homenajes divertidos que “no se cortan” a la hora de señalar los tópicos del género, desde las plumas hasta los boys luciendo musculatura, desde las escaleras por las que descienden las estrellas hasta los vestidos femeninos crujientes y la masculina etiqueta con bastón percutido.
Mario Gas dispone de un reparto excelente en el que él mismo se reserva el papel de Weismann, con seudónimo-guiño. Es de esas raras veces en que en nuestro teatro se dan juntos, hablando en general, el oficio de comediante y la musicalidad: Vicky Peña, fantástica siempre; Carlos Hipólito, Muntsa Rius, qué voz tan penetrante; Pep Molina, buen equilibrio en ambos sentidos. Sorprende Asunción Balaguer, encantan por su versatilidad y su sentido del cabaret tanto Mónica López como Teresa Vallicrosa (sus papeles nos saben a poco). Hay muchos nombres con número importante: Linda Mirabal, Josep Ruiz, Nelson Toledo, o la incomparable Massiel, da gusto verla de nuevo. Son muchos y esta crónica ya se alarga un poco, pero no podemos dejar de mencionar esas dos parejas jóvenes, contrafiguras (o pre-figuras) de los protagonistas: Marta Capel, Diego Rodríguez, Julia Möler, Angel Ruiz.
La función ha sido bien recibida por la crítica madrileña. A veces demasiado bien. Tal vez se trata, al mismo tiempo, de enterrar una época en la que la crítica de teatro tenía demasiados representantes que detestaban el medio y acaso sus gentes. Ahora quedan menos, pero aún parece que hubiera que compensar tan turbia presencia. Ha sido una despedida brillante de una etapa también brillante en el Teatro Español, la de Mario Gas (desde 2004), y quién sabe si la anécdota de Follies cobra nueva dimensión con ese adiós de Mario. Esta etapa se ha caracterizado, entre otras cosas, por el “buen gusto de lo moderno”, por decirlo así. Se acusa a esta etapa de no correr riesgos (artísticos, se entiende), es decir, de apostar sobre seguro. Poca cancha para los mejores autores vivos, es cierto. Pero, me dice Contreras, estaría feo que precisamente tú reprocharas eso. Cierto Kushner, Donnellan, Miller, Mamet, la “normalización” de Pinter, algunos invitados no siempre catalanes: todo eso ha sido muy positivo en esta etapa. El lado snob parece inevitable: el Bob Wilson menos interesante, los irritantes inevitables de “por ahí fuera” o “aquí dentro”, un espantoso Hamlet hace dos años (no el de ahora)…
Fui a ver Follies tardiamente, un 1 de julio, domingo. A la salida desbordaba el entusiasmo gritón de la victoria futbolística. Ahí fue donde vi a Contreras. ¿Te ha gustado? Le respondo que sí, y que me he vuelto a enamorar de Mónica López. Pienso que debería haber callado, pero ya es tarde. El mes pasado te enamoraste de Mercè Pons, me hace notar. Lo acepto. Además, catalanas ambas. Entonces temo que me va a reprender: “lo tuyo es grave”. Calla. Me mira, y al final suelta: “sí te puedo comprender, corazón loco”.
Follies: locuras.