Escenas de taller musical
Siempre llama la atención saber que un músico no se vale del piano para componer, al revés que la mayoría de sus colegas. Shostakovich, por ejemplo, sobre todo hacia la madurez de su carrera, prescindía del teclado, aunque el instrumento, paciente y mudo, yaciera a su vera. El paradigma, muy citado, es el del gran sordo Beethoven, que no llegó a oír nunca buena parte de sus obras. Se dice que componía al aire libre, de memoria, acaso auxiliado por el colorido de la naturaleza, que quizá traducía a notación gracias a su recuerdo sonoro.
Hay compositores que conciben su obra como un todo, una suerte de unidad simbólica que luego exploran y concretan al escribirla. El objeto es secreto y se malograría al ser analizado, piensa Graham Johnson, el gran pianista acompañante de tantas voces ilustres. En estos casos, autores hay que reniegan del análisis musical, tal si fuese un atentado contra la obra misma, que es una completa estructura, unitaria, indisoluble. Olivier Messiaen ve sus invenciones como una globalidad emotiva y significante en sí misma, que cualquier descortizamiento o analítica destruiría al efectuarse.
Benjamin Britten no sólo escribía en su escritorio, prescindiendo del piano, sino que huyó siempre de la tópica categoría de la inspiración, esa suerte de hondo respiro que llega a lo profundo y de allí extrae sus materiales. Él componía fuera del taller, caminando, viajando, conduciendo su coche. Sólo tardíamente se sentaba a redactar. La obra surgía de esa tarea, allí afuera, sobre el mudo papel, hasta ser explorada en sus mínimos detalles, resonante entre el sujeto y el objeto. Es como si estuviera en ese secreto lugar al cual antes aludí, esperando el trazo sobre el pentagrama.
Componer es con-poner, poner sobre la blanca vacuidad de los pentagramas impresos haciendo compañía a la work in progress. ¿Es que la música se compone sola, que proviene de un espacio misterioso, de una zona paralela a la del tiempo? No es la única calidad mistérica de la música, que sigue preocupando a los filósofos como Yankelevich y a los neurólogos como Sacks. Y, qué decir de nosotros, los meros melómanos, sin los que la música, aunque dotada de ser, carecería de existencia. El compositor la ha oído antes, en esa insistencia de las horas, los años y los siglos, donde recupera su eterno retorno.