Enigma
En 1966 el gran Richter grabó un Jeunehomme con Maazel y la orquesta de la ORTF en territorio francés (la más divulgada es la toma de Tours, en julio). Richter era entonces un objeto propiedad de la propaganda soviética y el pobre obedecía, pero sin sacar mucho provecho, porque podía pisar suelo francés pero no podía gozarlo. Le seguían a todas partes unos agentes del KGB que seguramente odiaban a Mozart. Sin embargo, ¡qué alegría y qué energía expresa este concierto en vivo! Es una interpretación ilustre.
Aunque el título de Jeunehomme, como aún a veces figura, es erróneo (en realidad iba dedicado a Victoire Jenamy, pianista hija de un amigo del músico), las sugerencias de naturaleza fresca, espontánea, de fortaleza, capacidad de decisión, etcétera, asociados a la idea misma de juventud, es indudable que están presentes en la versión de Richter, que aún no conocía la corrección del título. ¡Y quizás en el texto mismo de la partitura! Al fin y al cabo, está dedicada a una joven pianista y podemos deducir que para Mozart era también un canto a la ruptura con la infancia. De hecho, algunos especialistas, como Charles Rosen, la consideran la primera gran obra del Clasicismo y la opinión de Einstein, según la cual este concierto es la Eroica de Mozart, sigue colándose en todos los programas de mano.
Así que hay dos grandes obstáculos para que Richter y Maazel no estuvieran cómodos y entregados a la partitura: los matones vigilando por encima del hombro y Maazel tratando de adivinar las ideas del pianista sobre el concierto. Así y todo, el documento que nos ha quedado es soberbio y levanta el entusiasmo de los aficionados. El enigma es que una grabación que tiene ya más de cincuenta años, que se corresponde a un mundo enteramente desaparecido y una interpretación muy marcada por las circunstancias históricas, siga emocionando y suscitando conversaciones encendidas, sólo hay que leer los comentarios actuales a la grabación.
¿Quiere esto decir que resisten mejor las obras de arte musicales que las dramáticas? No lo sé, pero es difícil encontrar versiones teatrales o películas de 1966 que hayan resistido el paso de medio siglo con tanta frescura. Las hay, sin duda, pienso en algunos montajes de Brooks o los Shakespeare de Lawrence Olivier, por ejemplo, pero son pocas y con una capa de polvo cada vez más espesa sobre sus espaldas, tan marcados están los actores por el tiempo y la historia. No digamos las películas. Puede gustarte mucho Casablanca, pero ello no impide que la imagen sea obviamente arcaica. Y lo que es más difícil de analizar, en los modelos geniales, como los de Eisenstein o Dreyer: sólo puedes gozar su pura formalidad, pero el contenido es casi inasible. Se diría que la música se defiende mejor del polvo del tiempo, porque el caso que presento es sólo uno entre mil y el contenido está tan a salvo como, por ejemplo, en el documento que nos queda de Celebidache en 1950 dirigiendo Egmont entre los cascotes de la Philharmonie.
No lo sé, pero intuyo que los archivos musicales tienen otra vida que los visuales. ¿Será porque la música está formada por el tiempo, que su materia misma es el tiempo y por lo tanto cada vez que suena es como si naciera de nuevo? ¿Como si volviera a su casa? Un delirio, ya lo supongo