El viaje de Parsifal
Poner en escena a Wagner es siempre una patata caliente por la duración abusiva de sus óperas, las acciones repetidas, la sobreabundancia de estáticos relatos, la naturaleza mestiza de esas producciones que no acaban de ser óperas, cantatas dramáticas o sinfonías con voces.
El problema se acentúa en el caso de Parsifal, su última obra, que él consideró un “festival sagrado” y que tiene algo de ritual, de liturgia entre católica y pagana, con un larguísimo dúo de ópera y una cantidad de trucos escénicos a la manera de esa espectacularidad que Wagner decía detestar.
En lo dramático, lo peor de este trabajo que un wagneriano como Thomas Mann consideraba senil, descolorido y esclerótico, es que el acontecimiento esencial en la historia de Parsifal, su viaje iniciático por el mundo y su regreso al reino del Grial, Wagner nos lo ha escamoteado. No conoceremos nunca qué ha aprendido o desaprendido el héroe en su itinerario mundano.
Lo anterior se replantea en cada nueva puesta, como la que Claus Guth acaba de ofrecer en el madrileño Real. Sin duda, la producción es impecable como tal y las masas, la solidez técnica y el utillaje en juego, acreditan una vez más la primerísima calidad de la institución. Pero quedan en el aire dos interrogantes sin contestar: ¿Cabe a Wagner una puesta en escena realista? ¿Es legítimo alterar la historia original sin cambiar la letra del libreto?
Guth ha traído la acción a la posguerra de 1918, sustituido el castillo y templo del Grial por un desvencijado palacio del Ochocientos que sirve como hospital de guerra y, al final, ni Klingsor muere ni Amfortas reina, sino que ven pasar a Kundry maleta en mano rumbo quizás a una estación de ferrocarril, ambos desconcertados y exhaustos sobre un sillón. Las ceremonias mágicas, las maniobras del brujo, las transformaciones del bosque en templo y el jardín en desierto de ceniza, todo lo que letra y música nos proponen, chirría duramente con lo que estamos viendo. Jonathan Miller llevó la verdiana Rigoletto a los bajos fondos mafiosos de Nueva York pero sustituyó la letra original por otra inglesa, valiéndose de la música de Verdi. No había choque entre palabra y canto. Pero estos caballeros del Grial temblando de epilepsia, arrastrando muñones, sosteniéndose con muletas o apilados en una cámara mortuoria, cuando no intentando divertirse en un cabaret de los años locos con unas periquitas-chárleston ¿no se habrán equivocado de escenario y tratan en vano de representar otra obra? Y si Parsifal tal como lo compuso su autor, dramaturgo y músico a la vez, es un trasto indigerible ¿por qué no dejarlo reposar en el trastero? En media hora de preludios e interludios podríamos cumplir con el genio musical de Wagner y hasta le habríamos hecho un favor.
Blas Matamoro