El vago estío
Ortega y Gasset adjetiva de vago al verano. Vago: de contornos imprecisos, propicio a la divagación. Vagar, divagar. Pero también, en sentido más pedestre, perezoso. Vagar es holgar, no hacer nada. O, más precisamente: no hacer nada productivo. En efecto, se puede no tener ganas de hacer pero también tener ganas de no hacer, eso que en italiano y en luinfardo se llama la fiacca. Traducido con suavidad: il dolce far niente.
Sigo divagando, como verás, lector o lectora. La mejor manera es abandonarse a las etimologías. El ocio, en latín, es lo opuesto al negocio. Cuando no se está ocioso, se negocia. Pero en griego la connotación resulta más sugestiva: el ocio es scholé, de donde viene la palabra escuela. Los griegos asociaban el no negociar con el instruir. Desde luego, era un privilegio de los ciudadanos y no de los esclavos. De ahí que se hable también del tiempo libre. Si trabajamos, especulamos con las finanzas e intetamos producir algo, nuestro tiempo está sometido a una suerte de esclavitud.
Lo anterior puede modularse – nunca mejor dicho – si pensamos en el tiempo que dedicamos a la música. En especial, a gozarla pasivamente, a escucharla. Y obsérvese que evito recordar los episodios en que el gozo es doloroso. No se admiten nombres propios. Pretendo declarar que no hay mejor tiempo libre que el dedicado a escuchar música, ese lenguaje de contornos vagos como el estío, donde podemos sentir – esta vez con precisión, sin la menor vaguedad – que somos libres. Libres de entregarnos a la fiacca, de dar cuenta respecto a las rentas de las horas y los días, libres de adjuntar perfilados sentidos emocionales a los signos. Por algo los seres humanos hemos inventado la música: para liberarnos, aunque más no sea durante las siestas del vago estío. Claro, son poco propicias a los climas nublados de Bruckner o Sibelius, más adecuados a los refugios invernales. Pero probemos con sonidos más meridionales y luminosos, de Rossini hasta Albéniz. Llenemos la vaguedad estival de carnadura sonora.
Blas Matamoro