El Sordo y el Cisne
Tal vez no haya habido un siglo más musical que el XIX. No sólo por la variedad estética de la música en él producida —desde Haydn y Boccherini hasta Mahler y Richard Strauss— sino por la densidad de sus fundamentos filosóficos y hasta la importancia que ciertos pensadores —el maestro Schopenhauer y el discípulo Nietzsche— concedieron a la música.
Bien pero ¿de cuál realidad musical estamos hablando cuando hablamos de música? ¿Son musicalmente lo mismo, como acontecimientos artísticos, Beethoven y Rossini? Diría que en lo artístico suelen identificarse, más allá de las apariencias. En efecto, Rossini fue sobre todo un músico de teatro, escenario al que Beethoven apenas se asomó y no con lo mejor de sí mismo. Sin embargo, sus concepciones orquestales coinciden y, en consecuencia, sus recursos expresivos. Baste comparar la obertura de Guillermo Tell con la sinfonía Pastoral. Además, ambos tuvieron unas vejeces también comparables: algo retirados y esquinados, se dedicaron a hacer experimentos formales. Digamos que fueron unos viejecitos cachondos y vanguardistas.
Pero hay algo más y de mayor calado en este encuentro/distanciamiento que abre el siglo XIX de la música. El Gran Sordo de Bonn pone el acento en la partitura y el Gran Cisne de Pesaro, en la ejecución. Objetividad imperturbable y subjetividad inestable. Es claro que Rossini escribía prolijas partituras y Beethoven dejó ancho campo a la interpretación como para el ballotage: ¿Walter o Klemperer? ¿Harnoncourt o Karajan? El balance, vivaz, nos lleva al rostro de Jano de la música: ser escritura y ser versión. La una conduce hasta las otras, que en principio son incontables. Lo escrito por Ludwig y por Gioachino seguirán siendo lo que son y han sido, mas ¿quién sabe cómo sonarán dentro de, digámoslo modestamente, cien años?
Blas Matamoro