El esnobismo wagneriano
Wagner tuvo variables recepciones en el París del Ochocientos, la capital mundial de las modas culturales. Su presentación en 1861 y en la Ópera fue una pelotera. La guerra contra los prusianos de 1871 exaltó el patriotismo y lo puso en cuarentena. Sin embargo, a fines de siglo, el cosmopolitismo esnob lo incorporó al repertorio de las buenas costumbres. Personajes tan directivos de la moda como el poeta Robert de Montesquiou y la mecenática princesa de Polignac se proclamaron wagnerianos, si no wagneristas, dejando de lado, en nombre, justamente, de su cosmopolitismo, el carácter germano del músico.
Bayreuth se convirtió en un lugar de reunión para los elegantes, como los aristocráticos balnearios de Spa y Montecarlo. Quizá la mayor parte de los viajeros carecía de la densa información musical y literaria imprescindible para atravesar la selva de Don Ricardón, pero lo importante era hacerse ver en el templo del genio. Y así hubo conversiones sonadas como la del príncipe de Sagan, wagnerista fervoroso tras una temporada de nacionalista francés wagnerógfobo. Aun gente ampliamente ignorante de la gran música iba a Bayreuth en los veranos, pagando caras reservas de billetes y alojamientos, para luego comentar la temporada estival en los salones del invierno. Proust lo marca en sus personajes de la esnob Madame Verdurin y en Odette, la cortesana transformada en respetable Madame Swann.
De todo aquello queda una sugestión estética innegable, la presencia de elementos wagnerianos en la estética heroica, enfermiza y mística de los decadentes y los parnasianos. Wagner no sólo impregnó cierta literatura sino que, por medio del rey majareta de Baviera, informó a estilos de la decoración de interiores. Sigue en pie la pregunta insidiosa: si Wagner se hubiese representado en cualquier teatro, si Parsifal no hubiese sido, por décadas, una exclusiva de Bayreuth ¿habría provocado semejante fascinación? Más aún: ¿cuánto de leyenda wagneriana hubo entre elegantes y saloneros que jamás habían pisado la santa colina del maestro ni conocían una palabra de alemán? Bastaba, entonces, con exhibir una mirada de ensoñación, todavía tibia de éxtasis, como quien estrena un peinado o una sombra de ojos.