El caso Jan Sibelius
Este año se cumplen los 150 del nacimiento de Jan Sibelius. Es uno de esos compositores del siglo XX que podemos silbar, tararear y canturrear de memoria, si es que no dominamos el finés y somos capaces de cantarlo plenamente. Melodías como las de Finlandia y Vals triste son accesibles al recuerdo y reaparecen con cierta insistencia en fondos sonoros de películas, radionovelas y series o publicidades de televisión. No lo digo con desdén aunque sé que cierto tipo de aficionados y profesionales de la música lo hacen. Que la gente repita por la calle unas frases musicales es, para dicha gente, un signo de vulgaridad y barateo. De mí sé decir, por si vale de algo, que desde siempre la música de Sibelius me ha hechizado por su poder climático, sin que deba nada a su país natal. Nunca estuve en Finlandia ni cuento con antepasados finlandeses, así que no tengo con lo finés ninguna deuda prenatal ni turística.
En lo crítico, los defensores de la ideología progresista en las artes han censurado en Sibelius –bien acompañado por Rachmaninov, Richard Strauss, Elgar y hasta nuestro cercanísimo Manuel de Falla– que se haya valido de un lenguaje anticuado. En su caso, decimonónico. Sibelius no pasó de Tchaikovski, Dvorak y Borodin, mientras el curso de la historia musical apuntaba hacia la disolución de la tonalidad y el serialismo. Adorno insistió en tales argumentos y nunca sabremos por qué no incluyó en la lista de los reprobados a Mahler, usando similares razones. Y ya sabemos que ser retardatario para Adorno era poco menos que ser cómplice de la clase explotadora y precursor del fascismo.
La observación objetiva es cierta. Sibelius se sirvió de un lenguaje consabido, aquerenciado y aprobado por las instituciones académicas. Una observación cierta pero ineficaz. En efecto ¿qué tiene de malo que alguien se valga del utillaje expresivo y formal que le resulta hacedero para construir su obra? El progresismo, en el siglo XX, se encuentra con obstáculos tan notables como el retorno al neoclasicismo, el uso de modos antiguos y de afinaciones arcaicas del canto religioso popular como los cuartos y octavos de tono. Entonces ¿cuál es el motivo de aquellas objeciones?
En arte sólo valen las obras bien hechas, o sea las que mejor cumplen con el paradigma que enuncian, su propuesta ideal. Si a Sibelius le vino bien valerse de lo que se valió, hay que juzgar sus resultados concretos y no sus premisas abstractas. Del mejor recetario un cocinero torpe saca unos platos incomibles, mientras una sencilla ama de casa fríe unas tortillas deliciosas recurriendo al cuaderno de apuntes de su abuela. Es mala cosa eso de cargar al arte con deberes o misiones previas a su quehacer, como la creencia religiosa, el credo político o las buenas/malas costumbres morales. Lo que cuenta, antes, es la libertad de expresión y después, el objeto conseguido. Siempre la obra bien hecha será capaz de emocionarnos, hechizarnos, admirarnos y, en el ejemplo de Sibelius, hacernos sentir finlandeses como un fiordo, un bosque o la saga anónima de una mitología, en sí mismos lejanos para tantos de sus admiradores.