El caso Britten
Britten es una excusa de alta calidad para repensar la convulsa historia musical del siglo XX. El almanaque quiso que Britten naciese junto con el parteaguas del proceso: La consagración de la primavera de Igor Stravinski. Y si mido la altura de su calidad es porque estoy pensando, por ejemplo, en el britteriano Requiem de guerra como una de las cimas.
Por un lado, nuestro músico tiene un puesto excéntrico y, por lo mismo, destacado, en el panorama: es inglés. Inglaterra dio al barroco uno de sus protagonistas, Henry Purcell pero, desde entonces, ha sido un país periférico al esplendor musical europeo, no obstante ser, a la vez, uno de los imperios más poderosos y centrales del planeta. Britten rompe esta gris tradición.
Por el otro, tenemos la almendra de la polémica musical del Novecientos: ¿en qué punto del tiempo estamos ¿Son contemporáneos Stravinski y Sibelius, Poulenc y Schönberg, el semitono, el cuarto de tono, el octavo de tono, la música concreta y el oscilador electroacústico, el hapenning aleatorio y las ondas Martenot? Porque, hasta entonces, la sucesión histórica de la música se había cumplido con precisión notarial. A los modos siguió la tonalidad, al clasicismo siguió el romanticismo y si hubo polémica entre brahmsianos y wagnerianos, nadie dudó de que se trataba de gente de la misma época, sin desdeñar las distancias personales.
Britten pertenece a esa raza de músicos que no viene detrás ni después de nadie, que propone la validez intrínseca de su obra y subraya, una vez más, que en el arte no hay progreso ni regreso, que su temporalidad es absoluta y que la música de nuestro tiempo es la que aceptamos y gozamos en el instante de nuestro tiempo en que la recibimos y si no, pruebas al canto, nunca mejor dicho.