El canto del mundo
El siglo XVII, siglo del barroco por excelencia, fue el de la fundación del sistema armónico y tonal de la modernidad. Digamos: el de Vivaldi y Bach. Pero fue también el siglo de una cosmografía que, junto con la de Galileo y la de Copérnico, sentó las bases del pensamiento moderno en la materia: la del alemán Johannes Kepler, el cual, en su obra Harmonices Mundi(1619) unió música y astronomía, sosteniendo que cada planeta emite unos sonidos musicales cuyas alturas pueden detectarse y, en consecuencia, escribirse y reproducirse en instrumentos musicales adecuados. Estos sonidos se dan en las vueltas que describen en torno al Sol, que no son circulares (renacentistas, clásicas) sino ovoides (barrocas). Así, cada planeta tiene un punto de máximo acercamiento al Sol y otro, de máxima lejanía. En esta polaridad reside lo que podríamos llamar, con cierto didactismo simplista, la afinación de sus instrumentos.
En efecto, los intervalos que distancian esta música de las esferas pueden ser consonantes y aumentar el brillo, la calidez o la pastosidad del sonido, o disonantes e incidir en su aspereza. Por ejemplo: entre la Tierra (¿os resulta familiar?) y Venus hay un semitono de diferencia, de modo que todo el tiempo está disonando, aunque en una de las llamadas “disonancias blandas” que tanto encantaron a los impresionistas franceses. O sea que entre la Diosa Madre (Gea, la Tierra) y la Diosa Erótica (Afrodita, ya mencionada) siempre hay una aspereza de trato, como si se tratara de dos amantes o dos amadas que cortejan al mismo enamorado. Este último, desde luego, es el músico que intenta, cómo no, componerlas. Por eso lo llamamos, desde siempre, compositor.