El artista y el emperador
Con esto del centenario de la guerra mundial (la primera, acaso, la única hasta ahora, la que acabó en 1945) he estado revolviendo fichas y me he encontrado una que vale tanto para el desdichadísimo memorial como para la historia de la música en el siglo XX. Resulta que el entonces emperador de Alemania, Guillermo II, era aficionado a ciertas artes, como por ejemplo las antiguas y aún arcaicas, que lo llevaron a estimular excavaciones arqueológicas. En materia de música, amaba el sonido poderoso, estridente. Sumando y restando, quedaba en pie Richard Strauss como compositor favorito: alemán, activo, estridente. Pues no.
Cuando se estrenó Salomé en Berlín, el káiser fue lapidario: “Vaya serpiente que he criado en mi seno”. Sin duda, le pareció que el asunto de la ópera era inmoral. Estuvo bien acompañado, porque Strauss o su indirecto libretista Oscar Wilde padecieron prohibiciones desde la cercana Europa hasta la lejana Buenos Aires, donde la tragedia wildeana fue prohibida por un alcalde ultracatólico cuando intentó reponerla la joven Margarita Xirgu, allá por 1916.
¿Era Strauss un subversivo, un rojo, un socialista exaltado, acaso un tirabombas? En lo político y cívico, diríamos todo lo contrario. Es cierto que gozaba de la tirria de la familia Wagner, quien le atribuía ser una herramienta del imperialismo cultural judío. Pero los Wagner tenían lo suyo: una viuda algo alocada, un hijo músico mediocre, parentescos racistas como Stuart Chamberlain. No era, desde este punto de vista, la serpiente que vio el emperador.
Hay algo más sencillo, más profundo y, por más sutil, menos obvio. El artista siempre explora los rincones de nuestra condición que la costumbre desdeña, anestesia y olvida. Que una adolescente bíblica se enamore de la voz de un profeta y quiera amarlo carnalmente hasta que tiene en sus manos su cabeza recién cortada, tiene mucha tela. Si se traducen sus palabras del francés escrito por un homosexual irlandés y católico, al alemán y se presenta en bandeja de plata al emperador de Alemania, la cosa es, por lo menos, compleja. No resulta impropio que el coronado señor viera a nuestro admirado Ricardito como una oculta serpiente. Es el bicho que, encantador y tóxico, llamamos arte.