El arte de la huida
Para ciertos músicos, la fuga tiene mala fama. Se la considera un ejercicio escolar complicado y estéril o el recurso de los compositores faltos de ideas que, cuando no saben qué hacer, se fugan. En efecto, fugarse es huir y la fuga consistiría en convertir una actitud moral – huir ante el peligro – en una forma estética.
¿Qué hacemos, entonces, con las fugas compuestas por Bach, uno de nuestros mayores músicos? Porque Bach fugarse, lo que se dice huir, ha huido lo suyo. No sólo en El clave bien temperado sino en su antecedente relativamente arcaico, El arte de la fuga, por no incluir en el escrutinio sus invenciones a varias voces. Me quedo, justamente, en la palabra invención: hallar lo que no se busca. Huir es también perseguir y Bach diseña, en sus “ejercicios” de fuga una persecución melódica con distintos personajes. Unos siguen a los otros y parece que los perseguidos quieren escapar pero, al final, con coqueteos de variantes, hay una coda que los reúne. Se amaban sin saberlo, se estaban inventando. Con lo que toda fuga, más allá de la pericia técnica en juego, cuenta una historia.
Hay un juego, evidentemente, entre lo lineal – la melodía – y lo vertical – la seguridad armónica – en toda ejercitación huidiza. Saber conciliarlo no es ya un problema metódico sino de imaginación, o sea de arte. Entonces no valen las formas porque, en sentido estricto, la fuga no es una forma estructural como los son, por ejemplo, la sonata o la sinfonía. Por eso se puede meter en cualquier estructura, cuando menos se la espera. El viejo Verdi, tan verde y lozano siempre, como su apellido, remata su Falstaff con una fuga, solución formal francamente inesperada en una ópera.
¿No será que la fuga, que no es una forma estructural, va libremente, a pesar de su estrictez, en busca de una forma? ¿No será la solución ideal a la tensión estética entre libertad y estructura, tan definitiva en la música? Aquí sólo cabe un consejo, lector o lectora: pedir hora en la consulta del doctor Bach.