Dos pianos para Beethoven
Esta semana, en Madrid, Grigori Sokolov interpretó la gran sonata Hammerklavier de Beethoven. Es una obra admirada, codiciada y temida por casi todos los pianistas. No son demasiados los que se atreven a presentarla en público, dadas sus terribles dificultades técnicas y su endemoniada estructura formal. Sokolov, que no necesita presentaciones entre nosotros, volvió a asombrarnos. Su piano sonó como una orquesta que dialogara con un clavecín y, por momentos, se veía enriquecida por un órgano. Hubo instrospección y furia, obstinaciones delirantes y momentos fugados de una tersura nívea. En todo caso: hubo drama. Esta obra, a pesar de su nombre de sonata, tiene un aire rapsódico y pone en escena la estética del último Beethoven, basada en la búsqueda de la forma como una pelea contra la forma, la dificultad de hallar la melodía en un combate por hacer melódica la busca misma.
De vuelta en casa, voví a oír la clásica grabación de Maurizio Pollini. Me pareció otra obra. El italiano lee en clave lírica lo que el ruso lee en clave dramática. El sonido es más leve y más claro, los extremos se acercan y las tensiones se acortan. Allí donde Sokolov exalta la persecución de lo melódico, Pollini encuentra pequeñas células precisamente melódicas y se pone a cantarlas. Los contrastes no tienen presencia, son reelaboraciones de la memoria. Si hubo drama, se lo evoca rememorándolo.
Esta latitud interpretativa prueba, una vez más, por si hiciese falta, la inagotable riqueza de esta partitura. Al mismo tiempo, renueva el inerrogante: ¿qué música escribió Beethoven? Hagamos anecdotismo: él era sordo y, aunque hubiese podido oír lo que redactaba, los pianos de la época no habrían sonado, ni de lejos, como esas colinas vibrantes, suaves en el latino y abruptas en el eslavo. Es como decir que, mientras sigue sonando por el mundo, Beethoven no ha sonado todavía. Quiero decir que no ha sonado del todo. Esperemos ansiosos su reaparición.