Dos grandes y un imperio
Theodor Fontane fue el mayor novelista del realismo alemán decimonónico. Brevemente: el Galdós tudesco. Además, hacia el fin de sus años, el fin del siglo XIX, llegó a ser el gran escritor nacional del flamante Segundo Imperio. Como se ve, contemporáneo de Wagner.
No diría que don Teo fuera un melómano pero sí que ir, al menos, a la ópera figuraba entre las buenas maneras de su época y su medio. Así en su novela L’Adultera el consejero comercial Van der Straaten opina que Ricardón “es un embrujador, el más grande jamás conocido”. El elogio resulta ambiguo aunque sospecho que a Wagner no le habría disgustado.
En 1881 Fontane hizo un viaje al país del Harz y se dedicó a leer los textos de El anillo del nibelungo en el pueblo de Waldkater (literalmente “gato del bosque”) cerca de un lugar donde tradicionalmente se creía celebraban sus bailes las brujas regionales. El 13 de julio le escribe a su amigo Karl Zöllner, jurista y académico de Prusia, sus impresiones de lector. No son menos ambiguas que las de su personaje. Espíritu de orden, un fin siempre fijo en la mirada, maestría de versos y lenguaje (entiendo que se refiere a la prosodia wagneriana, muy musical y devota de las aliteraciones que le facilitó su lengua materna), imprompta (ocurrencias) de gran efecto, elaboración de los detalles, brillante manejo de las antítesis (de nuevo, una virtud de la lengua alemana: el uso de los contrasentidos). En fin, un castastro de elogios.
Pero hay un debe en el balance: “un terrible montón de charlatanerías, desatinos, incomprensibilidades y extravíos del gusto” junto a una total ausencia de ingenio y humor. Es la opinión de un escritor sobre otro. No juega aquí la música ningún papel.
En cambio, sí habla el melómano a su mismo compañero, en carta del 19 de agosto de 1889, a propósito de un Parsifal que, por la fecha veraniega, seguramente es el de Bayreuth, monopolista todavía de la obra. En el preludio –que él denomina obertura– observa un disparo de las tubas que parecen las trompetas del Juicio Final. Acabada la pieza, Fontane aguantó tres minutos y se fue sin pedir el reembolso del billete ni dar las gracias. Literalmente, si permanecía, corría el riesgo de la impotencia y la muerte.
¿Le habría molestado a Wagner, de seguir vivo, que alguien muriese por su música, como Isolda, sobre todo si el muerto resultaba una gloria imperial alemana? A Fontane sí le fastidiaba el autoculto de Ricardón, que se consideraba excepcional al extremo de juzgarse el Único. Un artista no puede ser único, pues trabaja para los demás y el arte es, en este sentido, solidario. Hay polémica en el asunto. Hoy no toca.
Blas Matamoro