Directores
Hay cumplidos e informados estudios sobre las características interpretativas de los grandes directores de orquesta. Sería superfluo redundar en ellas. Pero existen asimismo las observaciones al pasar que han dejado los intérpretes que trabajaron con ellos. No inciden en lo técnico sino en el aspecto personal, la impresión de la corta distancia, los rasgos de un retrato instantáneo. Se dice que no hay gran hombre que no se empequeñezca en la evocación de su secretario. Sin embargo, Napoleón solía desgranar sus más agudas opiniones cuando su ayuda de cámara lo asistía a la hora de recogerse, al tiempo que se quitaba el uniforme imperial y se ponía el camisón de dormir.
Arturo Toscanini era despótico empuñando una batuta parecida al bastón de mariscal, aunque resultaba paciente al preparar, durante meses, la grabación de Fastaff. En cambio Bruno Walter y Claudio Abbado acompañaban amistosamente a sus músicos y cantantes, como si, más que conducirlos, los estaban escuchando. Si Herbert von Karajan era adusto, lejano y escasamente expresivo, en los confines de lo telegráfico, Colin Davis se daba con inmediata apertura aun ante los desconocidos. Karl Böhm era también autoritario pero amigable y explicativo: un hermano mayor. Thomas Beecham representaba otro parentesco: el tío cachondo, capaz de todas las ironías de una vida de juerguista, a la vuelta de todo.
Wilhelm Furtwängler tenía algo de sacerdote de una vieja religión extinguida. Detenía el tiempo, y, con capacidad de visionario, abría la puerta del otro mundo, donde cesan las palabras y reina la música. Cuando emergía de sus rabietas, Otto Klemperer volvía a este mundo, tenía salidas ingeniosas y hacía gala de buen humor, como cuando Birgit Nilsson confundió schiessen con scheissen (disparar, evacuar) en un texto guerrero. “¿Piensa usted, señora Nilsson, ir a la guerra con tales proyectiles?” le preguntó a la grandísima sueca.
Su Georg Solti conducía a la tropa comunicándole su arrebato, su imperiosa fuerza, Carlo María Giulini y John Barbirolli la detenían a cada momento puliendo detalles en su afán de perfeccionismo. Para convencer, a su vez, el viejo Adrian Boult recordaba sus entrevistas con los autores, ortorgando autenticidad histórica a su versiones.
El arte sonoro da para mucho, tal vez para nuestra fantasía de acceder a lo infinito. Nunca una lectura es la definitiva y la perfección resulta ser el ideal necesario pero siempre insuficiente. Una imagen la emblematiza: Beecham deteniendo la ejecución en pleno concierto y retomando el comienzo, como si estuviera en un ensayo. Siempre se está ensayando, en esa gozosa y angustiosa persecución de la Forma a través de las formas.