Dicha y desdicha musicales
Hace unos cuantos siglos, Platón nos previno acerca de la música y la poesía, la divina locura poética que, de algún modo, envolvía a las dos. La poesía platónica convence y seduce pero no demuestra racionalmente nada, de modo que tanto exalta como desazona y paraliza el alma. No discurre, queda fuera de la plenitud del ser y se estanca en el mundo de las apariencias. Bellas, sí, pero sólo aparentes.
Tiempo más tarde, en el romántico siglo XIX, Stendhal pensaba lo mismo pero al revés: el arte en general y, en especial, su paradigma que es la música, formula una promesa de felicidad. Que luego la cumpla o no, lo dirá la vida concreta, la vida histórica de cada quien. Mientras tanto, esa dicha futura e ideal nos hace realmente felices. Sin duda, Stendhal evocaba los buenos momentos que debía a sus músicos favoritos: Haydn, Mozart, Rossini.
Algunos pensadores más cercanos, como el apocalíptico Theodor W. Adorno, han cancelado esta promesse de bonheur. El arte, tras la bomba atómica y los campos de exterminio, ya no puede prometernos nada bueno. Sin embargo, desde nuestro encierro del sinsentido ¿no será que el arte nos sigue prometiendo algo, un mundo mejor que, sin él, no podríamos incorporar a nuestra vida sentimental? ¿No acaba siendo catártica la experiencia de un dolor imaginario, capaz de provocarnos el llanto? Así la realidad no acaba de enajenarnos y volvemos a ser libres. El mundo nos duele, queremos volver a ser dignos de una promesa de felicidad.