De ida y de vuelta
Siempre es un gusto, una didascalia y un estímulo leer a José Luis Téllez. Para el caso, su texto Simetrías, en el número de febrero actual de esta misma revista. Aborda en él un asunto sutil y peliagudo, el de la construcción simétrica en la música, arte del discurrir en el tiempo y que sólo conceptualmente puede volver sobre sí misma para establecer un centro o un eje respecto al cual se dan las dos mitades de un todo circunscrito. Los ejemplos que aporta Téllez resultan irrefutables y enlazan – esto es lo importante – épocas muy distintas de la historia musical, de Bach a Berg.
Esto lo digo porque simetría induce inmediatamente a clasicismo: un espacio limitado dentro del cual las equivalencias son la cifra del equilibrio, la serenidad y la inmovilidad. Nada de conmoción ni de infinitud, categorías tan frecuente y legítimamemente asociadas con la música. Téllez nos explica la paradoja: la música siempre va y, por lo mismo, sin dejar de ir, puede volver. Y así se establecen las simetrías.
Clasicismo, severidad, adustez. Pensé en Hindemith, serio entre los serios, porque su juguete Hin und zurück (Ida y vuelta) pone en escena –nunca mejor dicho: es una operita– esto de las simetrías musicales. Cuenta con una ventaja espacial, la escena. Y nos divierte, lo cual no es frecuente en su catálogo. Una vieja señora se mece en su sillón de hamaca y estornuda, dando lugar a una acción que, a causa de un truco teatral, retrograda después de avanzar y termina en un segundo estornudo que es, tal vez, el primero, encerrando el suceso en una estructura circular. Pude abundar recordando un caso literario pero escrito por un músico, Alejo Carpentier en su cuento Viaje a la semilla. Léelo si no lo conoces, es una obrita maestra.
La jocunda ocurrencia de Hindemith me llevó, luego, nuevamente, a la seriedad de otro alemán, el filósofo Hegel, que amaba por igual a Beethoven y a Rossini. El ser hegeliano, tras identificarse consigo mismo, sale al mundo, se enajena y vuelve al punto de partida, siendo el que era y ya, también, otro. La dualidad en la mismidad puede llamarse dialéctica. Más aún: remite, como casi todo lo que pensamos, a un presocrático, Heráclito. Él se vale de una imagen musical: la cuerda de la lira pulsada por el intérprete. Es la misma, tensa o relajada. Y es otra. Cuando, al final de una fuga cancrizante, el tema de apertura es recitado, también es el mismo y es otro, pues carga con la experiencia de haberse “fugado” en la persecución del segundo tema. Suelen encontrarse, conciliarse, reconocerse como indispensables porque lo Uno no existe sin lo Otro. La música, al simetrizarse, nos simetriza y, en su infinito discurrir, nos enseña a conservarnos en la alteración y a alterarnos en la mismidad. Me callo y vuelvo de ida a Bach.