De Gluck a Mozart y de Mozart a Gluck
La reforma de la ópera en el siglo XVIII partió de una observación sobre la economía escénica entre palabra y canto. Se consideraba la ópera barroca como “excesivamente musical”, es decir con exigencias de un canto florido que, a menudo, dejaba la palabra como simple ingrediente o excusa para que el cantante luciera sus estudios y facultades. Cuando hacía falta que el personaje se expresara en situación, se recurría al recitativo, con la menor carga posible de música.
La reforma gluckiana tropezó con obstáculos. Los cantantes franceses actuaban mejor que los italianos pero cantaban más pobremente. Hubo que traducir libretos y cambiar tesituras, lo cual desdibujaba el proyecto de Gluck. Hoy todo esto nos importa apenas nada, sobre todo porque, para nosotros, la ópera dieciochesca ofrece una familiaridad de estilo que pone a Gluck al lado de Haydn, Cimarosa y, sobre todos, a Mozart.
Esto plantea otra incógnita porque Mozart pensaba lo contrario de Gluck: la letra debía provenir de la música, de modo que no interfiriera en el canto. Bien, pero ¿de qué música? Me permito pensar que de una música ideal que el compositor sugeriría y hasta negociaría con el libretista. Mozart, el de sus mejores partituras operáticas, es el Mozart de Da Ponte y éste arrastra las enseñanzas de Goldoni y Beaumarchais. Cuando se examina la tarea de Verdi con sus libretistas preferibles, se advierte lo mismo: el músico era capaz de hacer imaginar la palabra al poeta, como si entre ambos compusieran una unidad. Desde luego, en eso llegó Wagner, que era él mismo la unidad porque era el Único, no te fastidies.
La deriva de la ópera en el siglo XX añade curiosidad al asunto porque incorpora la “costumbre” de llevar al canto escénico unos textos escritos para el teatro hablado, o sea para no ser cantados. Pienso en Debussy, en el Strauss de Electra y Salomé (en este caso, con un embrollo mayor, la traducción alemana de un texto francés), Wozzek de Büchner y Berg, Los soldados de Lenz y Zimmermann, Bodas de sangre de García Lorca y Juan José Castro, Divinas palabras de Valle-Inclán y García Abril y etcétera. Philipp Glass nos endilgó una ópera en sánscrito, lengua que dudo mucho le sea conocida. Afortunadamente, la ópera sigue viva y guarda sorpresas en su inagotable chistera mágica.