Cuestiones de gusto
El siglo XVIII, entre tantas novedades y el culto mismo a la novedad, aportó la incorporación de un sentido hasta entonces considerado inferior – el gusto – a la primera fila de las buenas costumbres culturales. Cultura, en esa época, era sinónimo de salón. Lo demás eran hábitos y tradiciones. Me refiero al llamado, desde entonces, buen gusto.
Un par de ejemplos, entres miles, podría permitirnos una pregunta: ¿era o es objetiva la bondad del buen gusto? Me ciño, como corresponde, a lo musical. Johann Joachim Quantz, el delicioso flautista rococó, juzgaba a Antonio Vivaldi – referencia de Bach, según todos sabemos – “frívolo e insolente”. El primer adjetivo implica un desprecio. El segundo, mal que le pesara a Quantz, un elogio.
A su vez, Ernst Gottlieb Baron, en su Abhandlung von der Melodie: eine Materie der Zeit (1756) o sea Tratado de la melodía: una materia de la época, hacía esta apreciación más genérica: en cosas de la música, Italia es profunda, lírica, seria, fluida e ingeniosa, en tanto Francia, por oposición, es galante y complaciente, agradable, superficial y frívola, más del gusto de las damas que de los caballeros (sic).
No consideramos, y a la vista está, una disidencia de épocas, que podría explicar la divergencia de juicios. Los dos opinantes son germánicos y contemporáneos. Y el pobre Vivaldi, acaso perfectamente indiferente a estos juicios, es considerado como ejemplo de virtudes/vicios duramente encontrados. Parece evidente que Quantz y Baron se ciñen a códigos distintos. Sus ideas acerca de lo grave y lo leve no coinciden. ¿De parte de quién está el buen gusto? O, mejor preguntado: ¿hay un buen gusto o sólo existen el mío, el tuyo, el suyo? Gusto es metáfora de una acción corporal, el probar sabores con nuestras papilas gustativas. Y cada quien tiene su cuerpo. Más aún: su intransferible cuerpo. Ese cuerpo que vibra al recibir la música.