Chejov en Tribueñe
El jardín de los cerezos es la pieza final de gran madurez de Anton Pavlovich Chéjov, que murió demasiado pronto y podría haber hecho grandes cosas. A cambio, al morir tan pronto, se libró de otras muchas. Olga, su esposa, no se libró de todas ellas.
Esta pieza se ha considerado “impresionista”. No porque recuerde la plástica entre Manet y Cezanne, sino porque retrata instantes, no amplitudes. Lo que no le impide ser de veras amplio, y contener mucho. Chéjov cuenta aquí lo que cuenta en otros relatos y piezas suyas: la deriva de una clase condenada y el auge de otra por condenar. La de los los hermanos Liubov y Gaiev está condenada, como lo está su propiedad, y en especial el cerezal, que es el “personaje ausente” (la obra debería llamar en español El cerezal, pero ya es tarde). Pero la de será condenada muy pronto, por una revolución que impedirá una vez más eso que parece imposible que crezca en Rusia: la prosperidad y la libertad. Es cierto que es el destino de Lopajin sólo lo sabemos gracias a nuestra perspectiva. ¿Qué sabía Anton Pavlovich? O mejor: ¿qué adivinaba, qué entreveía? Imposible que advirtiera una seña del desastre histórico que se avecinaba para Europa y para Rusia.
Pueden tratar de cuestionárselo con la lectura de estas obras. Hay una traducción de las cuatro grandes obras de Chéjov en Cátedra, con un muy interesante y amplio estudio: La gaviota, Tío Vania, Las tres hermanas, El jardín de los cerezos; edición de Isabel Vicente.
O bien de otra manera: acudiendo a un espectáculo de un nivel artístico excepcional, la puesta en escena de Irina Kuberskaiá de El jardín de los cerezos en la Sala Tribueñe de Madrid, calle Sancho Dávila nº 31, cerca de la plaza de toros de las Ventas. Sorprende que una sala de estas pequeñas dimensiones albergue una puesta en escena de tan amplio reparto, y con el acierto sorprendente de todo el elenco en la manera de hacer revivir estos personajes heridos. Heridos, pero no muertos, caramba. Decía Rudolf Steiner que Chéjov, como Kafka, son vinos que pierden al viajar. A Chéjov nos empeñamos en hacerlo siempre pesante, con personajes tristes que deambulan de un cuarto a otro y se dicen: qué fracaso somos, qué pena. Irina Kuberskaiá lo hace de otro modo: esos personajes están condenados, pero mientras tanto ríen, juegan, se divierten, corren por la casa. Como dice Katia Azcárate, del reparto: hay una inocencia que todo lo impregna. El drama no es obvio, no es evidente, no es manifiesto. Está ahí debajo. Todavía más que en el pesimismo acaso más palmario de Tío Vania y Tres hermanas. Irina protagoniza, con su deje (más que acento), con una verdad de constructora de personajes además del suyo. Numerosos ensayos, según parece, han permitido este éxito. Felizmente, funcionó el “boca a boca”: hay que ver esta función. Así, de una asistencia escasa pasaron a llenos todos los domingos (sólo se pone los domingos). De manera que ha habido que prorrogar la función. Sorprende tanto talento en tan poco espacio: además de Kuberskaiá y Katia: Fernando Sotuela, Angeles Pérez-Muñoz, Consuelo Vivares, Antorrín Heredia, David García, Miguel Angel Mendo, José Luis Sanz, Badia Albayati…
No sorprende que con tan escasos medios se consiga un espacio escénico y una acción teatral de tal nivel artístico. Se dan casos, en Tribueñe o en Guindalera-Escena abierta. Lo que debería sorprendernos es que, pese a los muchos medios de que dispone el teatro público, éste no sea capaz de conseguir un Chéjov de la altura de esta función de Kuberskaiá en Tribueñe. Cuya programación no se limita a este Chéjov, puesto que también tiene un Valle-Inclán (Ligazón, los viernes) y un Lorca (La casa de Bernard Alba, los sábados). Siempre en versiones íntegras, nada de ese tamaño pueril al que tendemos ahora. Claro que: con elencos así, se aguantan las dos o tres horas sin pestañear.
Pueden consultar en: http://www.salatribuene.com/