Blended and malt
En arte, como en whiskies, hay bebidas de corte y bebidas de una sola cepa. Lo digo rememorando la reciente y monumental versión de Romeo y Julieta de Berlioz que Valery Gergiev dirigió en Madrid. Una vez más, el músico francés mostró su estética de batiburrillo. Es un romántico y descree de la poética de los géneros, el whisky de malta. Prefiere la mezcla, el blended, la abierta libertad de lenguajes. Así, a veces, parece esbozar una sinfonía beethoveniana, otras bailotear como Offenbach, otras explosionar como Meyerbeer, otras cantar como Bellini. Y, en sus mejores momentos, tener un estro melódico de expansión electrizante o manifestarse en la pura gesticulación expresionista orquestal para describir la muerte de los amantes en una página que semeja escrita en el siglo XX.
Esta alternancia, esta mezcolanza le viene a los románticos del barroco, donde un gracioso se mete con un teólogo y, tal vez, de los grotescos medievales y sus frailes con cabeza de cerdo o sus cochinos vestidos de monjes. Podríamos hablar de arte con registro único y homogéneo, digamos que clásico, y el anterior. Hay músicos a los que raramente lograríamos sorprender mezclando registros, como Haydn y Brahms. En cambio Mozart, al que fácilmente se puede encasillar en la tersura registral del clasicismo, en Don Giovanni combina lo serio y lo cómico en un drama giocoso. ¿Estamos ante una escisión del campo estético? En estricta retórica, sí. Ampliando la visión, si admitimos que el arte nos refiere la vida, en ésta hallamos, en una misma embriaguez, la carcajada y el llanto, a menudo en un solo estallido de nuestras emociones. Nos gustaría que el mundo fuera terso y luminoso. Experimentamos que lo es a tramos y, a tramos, abrupto y sombrío, como las invenciones de Berlioz.
Blas Matamoro