Beethoven, viejo y jovial
Es un lugar común decir que el último Beethoven resulta ser el más sorprendente, experimental y profético. Las finales sonatas, los cuartetos finales y la Gran Fuga construyen el capítulo que corona una obra incesantemente genial, en el más estricto sentido de la palabra genio: el inventor de géneros. Glenn Gould definió con afilada lucidez esta etapa beethoveniana: una descuidada espontaneidad que se formaliza en una objetiva disciplina. El maestro simula no saber lo que emprende pero, como resultado, obtiene una forma inédita y la pule hasta convertirla en un género propio. Así dicho, el método parece fácil pero se trata de una supuesta facilidad reservada, como acabo de decir, a un genio.
¿Ha roto Beethoven consigo mismo y con la áurea cadena que llamamos historia de la música? El tópico nos muestra al compositor maduro, hosco y solitario, ensimismado y completamente sordo, un sabio gótico despierto en la medianoche de las apariciones. Pero un estudioso paciente y, desde luego, más docto que el presente melófilo, puede hurgar en la historia personal de Beethoven y concluir que, en verdad, su tarea es un largo viaje incesante donde no hay posadas ni castillos sino un andar que se hace camino, según la fórmula de Machado y de Valéry. En sus obras más convenidamente beethovenianas hay abruptas soluciones de contrapunto, inesperadas armonizaciones y hasta experimentación de géneros. La famosa quinta sinfonía acaso pueda leerse como una rapsodia en tres tiempos —el último, doble— que se organiza en torno a una sola frase de cuatro notas y que acepta ser oída como la búsqueda de una melodía inexistente, utópica.
Desde luego —esto va dicho por quien se dedica a escribir, a componer textos y no partituras— los músicos corren con ventaja respecto a los letrados. La música es maleable y dúctil, consiente aplanarse y volverse sutil como un hilo, no se encorseta con ideas abstractas y palabras de difícil semántica. Fluye, dice lo que se le ocurre y lo dice como un inagotable enigma sonoro. En su fluencia, eso sí, exige fuertes caminantes, resistentes nadadores. Genios como Beethoven.