Arte, moral y política
Don Giovanni es uno de los platos fuertes de cualquier temporada, una obra maestra de referencia ya hoy indiscutida. No obstante, si se repasa la crítica de su época –la conozco a través de los biógrafos más enterados de Mozart: Hildesheimer, Braunbehrens, Schenk– se advierte que la obra abrió una ancha polémica. No sólo por la mojigatería del público vienés, sino por otras consideraciones morales y políticas que se pusieron en juego.
Johann Friedrich Schink, que vio la obra en Hamburgo en 1789 y que no era músico pero sí un melómano muy alerta, elogió la verdad de los caracteres, la esencialidad de la música, su sesgo despojado y profundo. A la vez la consideró una pieza moralmente dañina porque mostraba a Don Juan, un tipo ejemplar de inmoralidad, de manera amable, divertida y cómica. Este conflicto hacía de Don Giovanni un aparato falaz y artificioso, un enemigo de la razón.
Otros críticos, dispersos, por ejemplo, entre Berlín y Weimar, insistieron en que se estaba ante un producto de mal gusto, una ópera bufa destinada al público vulgar con sus groserías y humoradas, muy lejos de la sátira social inteligente y refinada de Las bodas de Fígaro. Una orquestación de calidad, aunque algo pesada y densa, no valía para encubrir la falta de pudor y los ataques a la virtud de la partitura, una burla arrabalera.
En otro orden, se señaló como peligrosa la estética de Mozart-Da Ponte porque se remitía a modelos italianos y católicos, en contra del naciente proyecto de un teatro nacional germánico –más claro: alemán– de inspiración protestante, o sea severamente sometido a paradigmas éticos. Por fin, la ópera recibió un cuarto nivel de reparos, el que tenía un carácter estrictamente estético: ser una música bella y hechicera pero difícil. Quien dice difícil dice inusual y sorprendente para el gusto establecido. Dicho en términos más cercanos en el tiempo: un ejemplo de vanguardia.
Don Giovanni, hecha toda salvedad al talento del músico, fue tachada de inmoral, barriobajera, antinacional y ofensiva a las buenas maneras del arte; acaso, plebeya y enemiga de los hereditarios valores de la nobleza. Ahí queda eso. Los siglos han revisado, evidentemente, aquellas quejumbres. Pero queda en pie la cuestión general y de fondo: ¿tiene derecho el arte a una total libertad imaginativa o debe cuidarse de no contravenir los principios de una moral, una política y un buen gusto? Contesto que sí y admito disidencias.