Armoniosamente
Algunos dicen que Pitágoras nunca existió. Lo cierto es que sigue existiendo gracias al pitagorismo. Su biógrafo Jámblico, seguramente convencido de su realidad, nos cuenta puntuales y tangibles anécdotas de su vida. Una de ellas tiene que ver con el descubrimiento de la armonía. Se hallaba el maestro haciendo de herrero, modelando una pieza a golpe de martillo. Notó que la producción de las diferentes notas dependía no tanto de la intensidad de los martillazos sino del peso del instrumento. Así pudo percibir los sonidos que hoy llamamos acórdicos, aunque es sabido que la música antigua no se valía de acordes sino de cantos lineales.
No obstante, parece ser que Pitágoras quedó encantado con el descubrimiento y pensó que, en pequeño, ese fenómeno acústico representaba la Gran Armonía, el cosmos. El mundo era pensable musicalmente, paradoja si las hay, ya que la música es un lenguaje que nunca nos dice nada traducible a palabras, sin las cuales es imposible pensar.
Más aún: los pitagóricos encontraron en la música un fármaco contra los desarreglos de las pasiones, lo que hoy llamaríamos un ansiolítico. La música era curativa, era un psicotrópico porque trataba de restablecer en el alma del paciente la armonía que hace que el mundo sea mundo.
¿Se ha anticuado este precepto, ya que hemos producido, en siglos posteriores, músicas disonantes, aleatorias, a veces propugnadoras del caos? Me arriesgo a decir que no. La música puede ser angustiosa e invocar la furia del desorden, mas en tales casos sirve para reconocer nuestros propios desequilibrios y nuestro propio desorden. Es el comienzo de una restauración armoniosa del hombre en el mundo y hasta, quizá, el comienzo de una nueva armonización del propio mundo.