Armonía
Los griegos −que, según parece, lo pensaron todo antes que nosotros – también se preocuparon por la armonía. Lo supe leyendo a los que saben del tema: Kirk, Guthrie, Eggers Lan. Los pitagóricos la definían como el acoplamiento o adecuación de las cosas entre sí, hasta en términos inmediatamente materiales, físicos. Servía también para denominar la afinación de las cuerdas de un instrumento, todas de variada tirantez: una escala musical. Los intervalos, a su vez, se definieron por números. Los había concordantes (octava, cuarta y quinta) y discordantes.
La lira, instrumento emblemático, tiene siete cuerdas, como las notas de la escala moderna. Hasta supieron que existe una relación entre altura del sonido y velocidad de las vibraciones, algo también numérico. Arquitas llegó a distinguir tres suertes de escalas: diatónica, cromática y enarmónica.
Ahí no para la cosa. El estrecho vínculo entre número y música es la clave para descifrar el orden de la naturaleza. Sí, la famosa música de las esferas. O sea que la música no es mero deleite y entretenimiento, sino saber. Nos canta y, asimismo, nos dice. Su lenguaje tiene un bordado sonoro y un cañamazo matemático. Siglos más tarde, Max Weber – alemán él — corroboró este origen aritmético de la música. Tentado estoy de averiguar el origen musical de la aritmética. Será otra vez.
Alguien tan poco pitagórico como Aristóteles abundó, sin embargo, en el tema. El alma es, según él, coherente y proporcionada en sus partes, lo que Filolao, de aquella escuela, sostiene al afirmar que el alma está en el cuerpo conforme a pautas numéricas y musicales. Cada vez que ejecutamos o simplemente escuchamos música, en ella tenemos una imagen del universo y de nuestro cuerpo animado por una imagen comparable. Nada más, nada menos. Desde luego, la imagen no siempre es concordante, vaya si lo sabemos.
Los griegos sólo conocieron la música melódica, no los acordes. Tampoco descubrieron que los edificios descargan en horizontal y no únicamente en vertical, por lo que no construyeron arcos, bóvedas ni puentes. Nunca sabremos cómo sonó su música. ¿Qué no habrían hecho en el caso de advertir las combinaciones acórdicas? Menos mal: nos dejaron algo para inventar. Pero seguimos pensando lo que ellos pensaron.