Apostillas a Stefano Russomanno
La música invisible de Stefano Russomanno exige lectores activos, entre los cuales me cuento. He leído el libro, lo he vuelto a leer y a fuerza de subrayados, colofones, marcas al margen y hasta borrones, parece una partitura donde un intérprete ha depuesto anotaciones expresivas, más allá de los signos impresos. Leer tiene también su rubato, su legatissimo, su spianato, suma y sigue. Hoy quiero rescatar sólo un par de apostillas.
Una hace a la objetividad de la música, un tema que preocupó en el siglo XIX a muchos músicos pero también a pensadores aficionados al arte sonoro como Leopardi y Hegel. En efecto, dado que una partitura es muda y que la música debe sonar —los italianos identifican el suonare del sonido con la ejecución misma— cada vez que hemos escuchado tal o cual obra estamos diciendo, en verdad, que la hemos escuchado en la mediación del ejecutante. Si entre una y otra sesión hay diferencias, y suele haberlas muy amplias, entonces ¿cuál es la música que hemos escuchado? Russomanno da ejemplos bachianos de cánones apenas anotados, obras sin detalle instrumental y ordenamientos de partes alternativos.
Todo arte es un discurso abierto, pleno de huecos a rellenar por el receptor. Un ilustre paisano de Stefano, Umberto Eco, teorizó con sobrada inteligencia sobre lo que denomina “obra abierta”, indeterminada. Russomanno atribuye esa apertura a lo que denomina “música invisible”, que resuena sin sonar en la soledad sonora de nuestro Juan de Yepes. Eco solía exagerar didácticamente con un ejemplo sus razonamientos diciendo que las Erinnias de la tragedia griega todavía no habían dicho nada, que estaban a punto de decir algo a la espera de un lector o un actor (oh, también lectora o actriz). Podemos llevar al espacio musical los casos. Scarlatti no pudo prever cómo sonarían sus sonatas en un piano moderno, artefacto en su tiempo inexistente. Bach acaso jamás imaginó con qué instrumentos se interpretaría su Arte de la fuga. Rossini alteró la tesitura de Rosina en su Barbero de Sevilla para satisfacer a esta o aquella diva. ¿Qué Rosina es su Rosina? Liszt aconsejó a una de sus discípulas que no se preocupara por ser fiel a las partituras de un tal Liszt. Cuando escuchamos a Saint-Saëns tocar al piano alguna de sus obras, dan ganas de mandarlo a estudiar solfeo pero es que en sus tiempos una partitura no era lo que es para nosotros.
Segunda apostilla. Esta es crucial y Russomanno lo sabe y lo trata con exquisita atención. Una vez planteado el problema de la objetividad musical, se impone el de los límites sonoros del sonido musical y acéptese mi redundancia. Podríamos decir con nuestro escritor que toda música propende al silencio, que es su lugar natal, donde calla y renace. Un simbolista podría atribuir al silencio la misma función para la poesía. La pintura tiene siempre un lienzo en blanco como obra virtual, según el famoso óleo de Picasso donde retrata su propio taller.
Pero hay algo más. La música en el pitagórico Stefano, es un hacer cósmico, un elemento tan elemental —óigase el eco— que convierte al universo en cosmos, en orden. Y así hay música en la respiración del viento, el infatigable compás de las olas marinas, en el canto de los pájaros, la fluencia de un río y hasta en una charca poblada de ranas. Hay pájaros que cantan por cantar, sin hacerlo para marcar territorio ni para ligar machos con hembras. Un canario trina sin resolución esbozando un trino interminable, que ya se quisiera para sí la más pintada soprano de coloratura.
La música, arte ensimismado, signo sin significado pero pleno de sentido es, para Russomanno, necesariamente, algo más que música. Invisible pero audible, difusa de semántica pero impecablemente precisa de matemáticas, es el secreto y ostensible orden del mundo, el que nos permite situarnos desde el oscuro cimiento de nuestro deseo hasta objetivarse a la intemperie o en la más recogida sala de conciertos.
Blas Matamoro