Apalabrar la música
Hablar de música es difícil, dice el tópico. Será por eso por lo que se habla tanto de ella: porque la dificultad estimula, porque sugiere algo de prohibido que también estimula y porque la imprecisión con que se habla de algo difícil alarga el discurso tal vez hasta el infinito.
En efecto, al referirnos a fenómenos musicales, lo más frecuente es acudir a figuras metafóricas o metonímicas que provienen de sentidos y referencias no musicales, mayormente insonoros. Vamos a los ejemplos. Aluden a materias sólidas: agudo (algo que pincha), grave (algo que pesa), volumen (lo que tiene cualquier objeto sólido), alto o bajo (lo propio de un edificio, de un cuerpo animal incluido el humano, de un árbol, de una montaña, etcétera), pastosidad en referencia a voces o a instrumentos de viento (lo mismo que respecto a la gravedad, cualquier fragmento de materia ofrece algún grado de pastosidad, de consistencia). A su vez, aluden a materias líquidas: caudal, hondura (ríos, mares y compañía), fluidez. Desde luego, cuando se dice de ciertas voces que son cristalinas, puede pensarse en el agua limpia y pura, de la cual es un lugar común su comparación con el cristal, se supone que igualmente limpio e incoloro.
En cambio, tiene que ver con la percepción ocular la comparación de un sonido con objetos que poseen: color, timbre (carácter, sesgo acuñado) , tesitura (textura, tejido) y, en sentido figurado, lo que afecta a la música en segundo grado, cuando decimos de un color que es frío o cálido y trasladamos dicho color a un sonido musical.
Minoría suman, curiosamente, las cualidades estrictamente musicales de una música: la intensidad y la velocidad, ser más o menos intensa, más o menos rápida o lenta, sí que son caracteres dinámicos que la música posee por sí misma y que no casualmente afectan de modo inmediato al cuerpo, que también vive con variable intensidad y se mueve con prisa o con lentitud.
¿Se escabulle la música y apenas deja precisar sus características esenciales? ¿Es su ser una apariencia de ser, como tantas veces se ha dicho, aludiendo a su ausencia de significado? ¿No será el sonido que la incorpora, que le da corporeidad, una suerte de máscara de sabe Dios qué, el dichoso misterio que envuelve a la música y nos envuelve al escucharla? Sólo se le aproxima otra sonoridad igualmente pegada a lo corporal: la palabra. Ambas dicen aunque no siempre signifiquen, suenan en la presencia, resuenen en la memoria, cantan, gritan, hasta ríen, lloran y chillan. Retumban, susurran, acarician, ruegan, blasfeman y maldicen. Y todo lo que todavía no han hecho y seguirán haciendo.
Blas Matamoro