Amores lejanos
A Juliette y a Miles los descubrirán ustedes, como músicos, en apartados distintos de la historia de los sonidos. De ella recordamos canciones bellísimas, como Les feuilles mortes, de Kosma y Prévert, aunque no fue ella quien estrenó esa canción, sino Yves Montand; o más ligeritas y cargadas de intención, como Deshabillez-moi. Desnúdame, pero no en seguida, no demasiado aprisa, tienes que codiciarme, mmm, desearme, mmm, cautivarme. Desnúdame, pero no hagas como todos los hombres, que tienen tanta prisa… Y así sigue Juliette, hasta que llega el imprevisto final. Imprevisto para quien no conozca esta canción conocidísima, claro. Imprevisto y siempre cargado de humor.
También la recordaremos por algunas películas. Les recomiendo Orfeo, de Jean Cocteau, con protagonismo de Jean Marais (cómo no) y María Casares, en la Muerte, más Marie Déa como Eurídice, que parece un personaje secundario frente al de María. Por allí está Juliette, en el papel de Aglaonice, amiga recelosa de Eurídice. Estamos en 1950. Algo antes o algo después de esta foto. Ella tiene 23 años, y se le nota un poco cara de niña. Todavía no tiene ese rostro más firme y maduro que será el de la musa de St. Germain-des-Prés. Hay por ahí un doble DVD con este película y La bella y la bestia, un acoplamiento espléndido, muy bello, de Cocteau y Marais.
A él, a Miles Davis, lo recordamos como uno de los grandes de la historia del jazz, el trompetista de la época del cool y del bebop, tan contrarios; y contemporáneo de Charlie Parker, de Dizzie Gillespie, de Charlie Mingus, y de esa pandilla de jazzistas blancos que vinieron a donde nadie los llamaba, caramba: Chet Baker, trompetista como Miles, Stan Getz, Gerry Mulligan…
Juliette y Miles no se llevaban ni un año, y tuvieron un amor artístico y de juventud muy intenso. Vivían en el París liberado, en el París libérrimo que pocos años antes estaba ocupado por la bestia parda y por los miserables colabós. París vivía en 1950 su libertad, ajeno a que empezaba la década de las guerras coloniales (Indochina, Argelia). Ajeno también a la desgracia del vecino del sur, esa España que la Cuarta República dejaba, como el frente popular de la Tercera, en manos de un tirano implacable y un atraso económico mantenido de manera deliberada.
Qué podía importar eso en el París libre y liberado, el París que se hacía ilusiones y cantaba aquel otro poema de Prévert puesto en música, entre otros, por Poulenc: Liberté. Una libertad negada a los habitantes de las colonias. Y para los que no estaban preparados los chicos del sur de los Pirineos.
El amor de Juliette y Miles trasciende las razas, claro está, eso es más que evidente. Son dos chiquillos todavía. Les falta lo mejor de su biografía en cuanto artistas. Pero viven acaso lo mejor de sus biografías en cuanto amantes.
Si yo me viera ante Juliette algún día, me gustaría hacerle una pregunta, pero sé que no me atrevería, no soy Helen Thomas: ¿cómo pudo usted ligar con Darryl Zanuck después de haber tenido un largo amor con Miles Davis?
Podría responderme que es una de esas afirmaciones disfrazadas de preguntas, una trampa demasiado habitual en cierto tipo de periodistas. Da usted por sentado que Darryl era peor en algunos aspectos, o en todos, que Miles. ¿Tiene usted pruebas de que sea así?
En fin, como dramaturgo, tiendo a poner razonamientos y palabras en “el otro”. Mas hace mucho tiempo que murió Darryl, y mucho también, aunque menos, de la muerte de Miles Davis. Ella sigue ahí, con sus ochenta y tres años, tan estupenda (o eso creo). Queríamos tanto a Juliette.