A vueltas con la historia
¿Debe un músico hacerse cargo de toda la historia de la música para saber en qué momento preciso de la evolución se encuentra? En uno de sus raptos de provocación, Glenn Gould contestó rotundamente que sí y comparó a los colegas que no lo hicieran con esas estrellas del rock que se niegan a aprender lectura musical y solfeo.
La cosa estuvo clara hasta el siglo XIX, acaso porque la historia de la música era más corta que hoy. O porque dominaban las ideas de progreso y para dejar atrás lo antiguo había que conocerlo. O porque el código del clasicismo parecía excesivamente claro y preceptivo visto desde la libertad romántica. Pero después vino el siglo XX, coleccionista de anacronismos y destructor de la fe en el progreso lineal de la historia. Entonces Stravinski, con exquisito utillaje, nos llevó a la prehistoria. Y los compositores de los locos veintes mezclaron su sabiduría académica con las simplezas del barracón de feria. Y los nacionalistas marcharon hacia la ingenuidad de las fuentes inmemoriales. Y las vanguardias derogaron pura y simplemente todo el pasado, declarándolo inválido.
Hoy podemos hacer música de hoy – valga la redundancia – aplicando soluciones modales de la llamada música antigua. También, retornar a los orígenes imaginarios del arte sonoro, o sea al ruido. La melodía de largo desarrollo permanece en el género musical más popular de estos días, la opereta americana, llevando a su lado, sin el menor sonrojo, a osciladores electroacústicos y sintetizadores informáticos.
¿No será que el arte empieza a cada rato, con su enigmática frescura, y que se vale de lo que más le vale? Tiene historia, a la vez que salta sobre el tiempo en una promesa de perduración que, en sus mejores momentos, nos produce el éxtasis de la eternidad.