MADRID/ Madrid conquista París (y viceversa)
Madrid. Festival de Arte Sacro. Real Basílica Pontificia de San Miguel. 7-IV-2019. Ímpetus. Yago Mahúgo, clave y dirección. Obras vocales e instrumentales de Marais, Campra, Marchand, Charpentier, Visée y Couperin.
Que los grupos españoles dedicados a la música antigua presentan desde hace años un nivel extraordinario que nada tiene que envidiar a sus colegas del resto de Europa, permitiéndoles abordar no solo el repertorio nacional, sino también el foráneo, es una realidad incuestionable. Que algunos programadores no se hayan enterado todavía, también. Afortunadamente no es el caso de Pepe Mompeán, cuya labor al frente del Festival de Arte Sacro de la Comunidad de Madrid en los últimos años no sólo ha permitido transformar un ciclo de tercera regional en un referente internacional, sino que lo ha hecho —y esto debe subrayarse— acudiendo a la materia prima nacional, numerosas agrupaciones jóvenes que han demostrado, año tras año, su nivel puntero. Vaya por delante, pues, de nuevo, nuestro agradecimiento a un gestor como pocos hay.
Este concierto no ha sido una excepción, sino más bien al contrario. Quienes hayan seguido la carrera de Yago Mahúgo —brillante representante de la excelente generación actual de clavecinistas españoles— a través de sus conciertos y grabaciones conocerá bien su afinidad con el repertorio francés. Pero entre esto y montar un concierto centrado en el arte vocal sacro del otro lado de los Pirineos —el petit motet—, hay un buen trecho. Y hacerlo con efectivos casi exclusivamente españoles es un logro que muestra con claridad el gran nivel de los intérpretes convocados. Pues bien, el resultado difícilmente podría mejorarse, tal ha sido el éxito del recital. El acierto comienza con la elección del programa. Formar un programa de pequeños motetes con los únicos efectivos de dos sopranos y bajo continuo, sin incurrir en la Tercera Lección de Tinieblas de Couperin, como decía el propio Yago, es en sí un logro, máxime si se caracteriza, como es el caso, por la calidad y novedad. En el ámbito del petit motet hablar de música desconocida es casi un pleonasmo, pero, en nuestro caso, buena parte del programa lo era en verdad. Se estructuró –nuevo acierto– en cuatro dípticos formados por una pieza instrumental que introducía la vocal, enlazándola directamente mediante una cadencia, lo que creó un efecto de gran belleza. Los dos motetes de Campra son preciosos, el primero, Tota Pulchra es amica mea, desarrollado sobre un basso ostinato de gran atractivo; el segundo, Cum invocarem, más dramático, con una serie de secciones muy contrastadas de espléndido efecto. La Segunda Lección de Tinieblas para el Jueves Santo, H. 103 de Charpentier se grabó por René Jacobs hace cuarenta años y no sé si lo ha vuelto a ser, por lo que nadie puede negar su condición de rareza; bellísima, como toda su producción en el género. Solo el Magníficat de Couperin puede considerarse una pieza conocida, aunque, como ya se ha apuntado, en este repertorio ser conocido no implica precisamente una amplia difusión. Otra maravilla, sin duda.
Con verdadera generosidad, Mahúgo permitió brillar como solistas a los miembros del continuo, a excepción de la estupenda Sabrina Martín Guinaldo, incorporación de ultimísima hora que realizó una excelente labor con el órgano. El propio director se encargó de dar vida a una zarabanda de Louis Marchand, pieza exquisita tocada como sólo él sabe: elegante, solemne, profunda, sentida… una maravilla. Manuel Minguillón hizo virguerías con su tiorba. Merece destacarse que, gracias a la acústica y la ubicación de unos y otros, fue un verdadero placer y privilegio poder escuchar tan presente la cuerda pulsada lo que, en el contexto de las piezas vocales, produjo un efecto extraordinario. En el pasacalle de Visée dio una lección de excelencia. Last, but not least, la parte del león instrumental se lo llevó la gambista hispano-cubana Calia Álvarez Dotres, con dos piezas de Marais de las que quitan el hipo, el Tombeau pour Mr. de Sainte Colombe —¡como obra de entrada!— y La Rêveuse. Excelente en su sensibilidad, con emoción a raudales.
En la parte vocal los instrumentistas acompañaron a la perfección, pero, lógicamente, el peso de la interpretación recayó sobre las dos sopranos. Aquí hay que quitarse el sombrero ante Manon Chauvin y Jone Martínez, dos artistas tan jóvenes —jovencísima en el segundo caso— como poco conocidas. Con un timbre bellísimo y un color vocal sutilmente diferente (lo suficiente para crear el necesario contraste) —más grave la española—, las dos presentaban las cualidades ideales para abordar el repertorio: pureza en la emisión, voces claras, ligeras, frescas, juveniles, bellas, entonadas y afinadas, con gran adecuación estilística y compenetración y excelente dicción. A lo largo de las cuatro piezas mantuvieron un nivel soberbio que hizo disfrutar de lo lindo al respetable. Como propina, un delicioso y virtuoso —para el género— Salve Regina de Couperin, estilísticamente lo más avanzado del concierto, en el que todos volvieron a acertar. Naturalmente, la atmósfera creada por el entorno eclesiástico de la hermosa Real Basílica Pontificia de San Miguel no fue ajena al resultado, tan afín al repertorio, aunque una iluminación más tenue nos había llevado directamente al cielo.
El público –que no es tonto, frente a lo que algunos programadores piensan– mostró su entusiasmo ovacionando con efusividad a los factores, lo que demuestra que estos repertorios más recónditos, bien hechos, logran adhesiones tan grandes como lo más sobado. ¡Bravo por todos los responsables!
Javier Sarría Pueyo