El ruido impide escuchar el canto
Sábado, 24. No hace falta ponerse elitista para sentir asco por los vociferantes que por cada viva a su equipo favorito (sus colores, caramba con la expresión) introducían injurias contra los componentes del otro y en especial sus señoras madres. No hace falta creerse que eso es la revolución de las masas (las masas se revolverían, ya que no revolucionarían, al día siguiente, ahora lo veremos). Las masas están ahí, y la revolución consiste en ser muchos para ser mejor manipulados. Es ruido. Y el ruido impide la audición del mensaje. Si es que hay mensaje. Si es que el ruido previo y constante anterior te permite la emisión del mensaje. Ruido, en teoría de la comunicación, es aquello que se sobrepone al mensaje al ser emitido éste. Por ejemplo: demasiados detalles, subordinadas de relativo, notas a pie de página, digresiones, aclaraciones. La pedantería es ruido, porque llama mucho la atención no sólo por lo que cuenta sin venir a cuento, sino por cómo lo cuenta quien lo cuenta. Pero cuando el ruido es estruendo encierra en sí mismo un mensaje. El del sábado 24 contenía un mensaje, y puedo sospechar algunos de sus componentes en este pueblo que cuida, mima, adora dioses corrompidos, pero no me pregunten en qué consistía realmente, porque no lo sé. No sé cuál era ese mensaje, pero ese mensaje estaba escondido en la enorme botella del estruendo.
Ese sábado 24 tuvimos concierto en La Zarzuela, Voces del mediterráneo, de Operadhoy, que comentamos en el próximo número. Un remanso de paz. Excesivo. No objetable el exceso sólo al fútbol. Pero aquellas voces cantarinas (ya que no cantantes) nos trajeron alivio en medio de la escasa asistencia al recital. Y extramuros del estruendoso tropel. Al final, las calles vacías, como en ese París inverosímilmente vacío en los atardeceres de las novelas de Patrick Modiano. Algún establecimiento hostelero desbordaba jóvenes que asistían al espectáculo por televisión, que fumaban fuera, que acosaban sus teléfonos móviles y trataban de atender el espectáculo.
El domingo 25 las cosas se desbordaron, dicen. Pese a la amplia abstención. Terremoto. Seísmo. El periodismo no tiene pudor y repite las palabras que usan otros. Aquí y en Francia. No, mire usted. Fue lo que los barandas de la economía llaman reasignación de recursos. De votos, en este caso. El terremoto había sido antes. Provocado, inducido, no necesariamente natural. Durante años. Está muy feo que sufran los niños griegos y se suiciden sus abuelos para que los bancos y ahorradores alemanes sigan votando a esa señora. Está feo que los pueblos del norte vivan tan bien que un buen porcentaje prefiera votar contra los niños y los abuelos griegos, para conservar su tarta más o menos íntegra. O esa es su ilusión. El ruido impide escuchar el canto de las sirenas, que era engañoso, pero era canto. El ruido impide escuchar el canto de las voces que aún ahora tratan de ser sosegadas. El ruido impide el análisis e induce sus simulacros, con desgarramientos simbólicos de vestiduras y con proclamación de victorias que apresuran lo que acaso tendrían que temer más. Uno de cada cuatro votantes franceses parece que teme que les toque siquiera una parte de la ración que ellos reservaban sólo para los griegos. El canto de la razón produce rabias en los que carecen de canto; y de razón. Por eso, el precipicio del cuarto de los votantes (que no de los franceses, claro) ha provocado nuevos ruidos. Que, de momento, nos impiden oír el canto.
Un amigo catalán dice: aquí, el ruido del odio inducido nos impide escuchar la voz del sentido común. O del sentido, sencillamente. Eso, ahí. Eso, en casi todas partes. ¿Casi?